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La aguja digital | 23/09/2024

El amor, ¿el opio de las mujeres?

Patricia Flores
Patricia Flores

A propósito del Día del Amor les invito a una relectura del amor romántico. “El amor ha sido el opio de las mujeres, como la religión lo ha sido para las masas”, decía Kate Millet en 1970, parafraseando a Marx. Esta afirmación cuestiona la compleja relación entre el amor y el poder, un vínculo que ha mantenido a las mujeres en un estado de dependencia y sumisión. “Mientras nosotras amábamos, los hombres gobernaban”.

Esta afirmación no implica afirmar que el amor en sí mismo sea negativo sino que a lo largo de milenios ha sido instrumentalizado para seducir y dominar a las mujeres y hacerla dependiente en todos los aspectos de su vida; y para expoliar su vida a través del trabajo doméstico, de los cuidados de la maternidad, de ese invisible que demanda 24 horas y que no para hasta que se muere.

El amor romántico se presenta como una condensación de imaginarios religiosos y coloniales, profundamente arraigados en la tradición judeocristiana, cimiente del patriarcado. Este legado cultural ha vinculado el amor a conceptos como la virginidad de María, la pureza, el pecado original y la maternidad. En esta construcción se cimenta el mandato religioso del matrimonio, perpetuado hasta que la muerte separa a las parejas.

Además, se entrelaza con la imaginería que incluye figuras como María Magdalena, la pecadora redimida por Jesús, y Eva, quien incita a Adán a desobedecer. Estas narrativas han contribuido a forjar una imagen de la mujer como culpable y seductora maligna.

La sumisión culpable, arraigada en el legado histórico que sostiene que las mujeres venimos de la costilla de Adán, ha cimentado una noción de dependencia asumida como un mandato divino. A lo largo de los siglos, las mujeres han sido educadas para aceptar su rol subordinado dentro del marco familiar y social, como remarca Millet.

En las celebraciones religiosas de casamiento, el compromiso de “casados hasta que la muerte los separe” ha resonado a lo largo de los siglos como un mantra de control y dominio patriarcal. Estos mandatos culturales, religiosos y sociales han creado un entorno donde las actitudes y roles tradicionales se perpetúan, contribuyendo a las desigualdades y subordinación de las mujeres.

A esta narrativa se suman otros imaginarios, como señala Kate Millet: “Los dos mitos principales de la cultura occidental son la caja de Pandora y el relato bíblico del pecado original”, que evocan el primitivo concepto de la malignidad femenina que se ha perpetuado a través de una robusta imaginaria desde mítica a literaria, en una justificación ética de los machos del mundo. Esta idea ha ejercido una poderosa influencia a lo largo de los siglos, perpetuando estereotipos negativos sobre la mujer.

Los mandatos culturales, de nuestra herencia colonial, occidental y capitalista, transitan a lo largo del tiempo con la figura materna sacrosanta, venerada como progenitora y creadora de vida; así como con cultos, más tenues, que se refleja en la adoración de diosas femeninas que han perdurado en la historia, como Afrodita, Venus o Isis, entre otras divinidades, que encarnaron no solo belleza e inteligencia, sino también fuerza y fertilidad, estableciendo conexiones profundas con el universo y simbolizando la capacidad materna de las mujeres.

En la antigua Grecia, las mujeres no solo eran vistas como madres y esposas, desempeñaban roles importantes en la religión y la sociedad. Las diosas griegas, como Atenea, diosa de la sabiduría y la guerra, y Artemisa, diosa de la caza y la naturaleza, representaban la fuerza y la independencia femenina. Atenea, venerada por su inteligencia estratégica y su papel como protectora de Atenas, simbolizaba la capacidad de liderazgo que las mujeres podían ejercer.

A ellas se superpusieron los mitos de la caballería medieval, donde valientes héroes encandilan a hermosas damas, que en los últimos siglos se entrelazan con las costumbres coloniales y, que posteriormente se filtran en las industrias culturales, principalmente en el cine, las telenovelas y la música, como la imaginería de la cenicienta que era princesa y el famoso príncipe azul que la redime.

Un largo proceso que ha configurado el escenario cultural intrínseco al patriarcado, donde el paterfamilias se erige como figura central, el padre protector y el marido proveedor, mientras la mujer es relegada a ser una propiedad del hombre: la madre-esposa perfecta.

La reiteración de actitudes y roles ha contribuido a generar desigualdades de género y discriminaciones que persisten en nuestra sociedad, creando un entramado cultural que limita la autenticidad de las mujeres. Por ello es que desde hace algo más de un siglo se viene cuestionando estos paradigmas para construir formas nuevas de entendimiento del amor y la feminidad que permita a las mujeres liberarse de esas cadenas del amor romántico.

Como sintetiza la antropóloga Margaret Mead, “el amor romántico tal y como se da en nuestra civilización está inextricablemente ligado a las ideas de monogamia, exclusividad, celos y fidelidad”. Este concepto ha sido precursor en la utilización del término “género”, ampliamente adoptado en los estudios feministas.

Como señala Alicia Pascual, “la idea occidental del ‘amor romántico’ ha servido a los distintos poderes para perpetuar el sistema social patriarcal. que promueve la desigualdad entre hombres y mujeres”.

El amor es un sentimiento asociado con el cariño y el afecto; sin embargo, las formas de comprender, expresar y vivir ese “sentir amor” son construcciones socioculturales íntimamente relacionadas con la asociación de la mujer y la feminidad como proveedoras de afectos y cuidados.

Gracias a las luchas por los derechos humanos y al pensamiento crítico de las luchas feministas desde Hipatia, como remarcaba Kate Millet, el mito de la mentalidad conservadora de que toda mujer es una madre en potencia, también está ampliamente desportillado, la maternidad y la paternidad son responsabilidades compartidas.

El amor real no es una cadena que limita, sino que deberíamos a aspirar a que sea ser un puente hacia la libertad auténtica.

Patricia Flores Palacios es magister en ciencias sociales y feminista queer.




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