En las postrimerías de su dictadura, Hugo Banzer se vio
obligado a conceder la apertura democrática, que desembocó en las elecciones
fraudulentas de julio de 1978. Los cuatro años que transcurrieron hasta la
verdadera inauguración de la democracia en octubre de 1982, parecerían décadas:
siete presidentes militares, dos civiles, varios golpes de estado y dos
elecciones frustradas.
Y es que, en esa transición la democracia era vista con sospecha por ambos lados del espectro: a la derecha, civil y militar, le parecía un disfraz de la izquierda para hacerse con el poder para luego desembozarse y revelarse como la dictadura del proletariado. Mientras, a la izquierda le parecía un medio ideal para hacerse con el poder para llegar a la dictadura del proletariado. Pocos eran los creyentes en la democracia.
A la larga, por muchos bemoles que haya tenido la democracia pactada entre 1982 y 2005, fue una era en la que se construyó institucionalidad y en la que, es cierto, los partidos también sacaron ventaja del sistema antes que velar por el interés nacional. Con todo, fue una época en la que no era peligroso hacer política, excepto si te rebelabas contra el Estado.
Surge ahí Álvaro García Linera, volando torres eléctricas y ductos –murieron ahí los campesinos Severo Caiza Villavicencio y Félix Mamani Mamani– y robando dineros de la universidad pública de Cochabamba. Que no resultara condenado por sus hazañas no significa que fuera inocente, sino que ya entonces el sistema judicial boliviano era una burla. Linera aun se ufana de sus credenciales de sedición, ojo, no contra una dictadura militar, sino contra un gobierno civil surgido de elecciones democráticas.
En 2005 los desencantados electores bolivianos le entregaron el poder a ese grupo de izquierda dura, antidemocrática, antiliberal, estalinista. “No hagan política”, era una advertencia usual que señalaba los privilegios de quienes detentaban el poder y los límites de los demás.
“La izquierda te da fueros”, dijo una vez Néstor Kirchner, en una frase que merece ser más famosa. Y cómo no. Los gobiernos de esta izquierda dicen y cometen, impertérritos, proezas que causarían la renuncia de funcionarios o la caída de gobiernos de veras democráticos. Es en ese marco que debemos situar las amenazas masistas de noviembre. “Nosotros vamos a defender nuestra revolución a cualquier costo”, anunció Gustavo Torrico. Juan Ramón Quintana conminó a convertir a Bolivia en un moderno Vietnam, y Evo Morales ordenó la hambruna en las ciudades.
No defendían un proyecto de país, ni la democracia, sino un proyecto de poder, ilimitado, indefinido y dinástico. En el ALBA, esa lección la proveyó Nicaragua: los sandinistas derrocaron la dictadura de Anastasio Somoza en 1979, perdieron el poder en elecciones libres en 1990 y sólo lo recuperaron, en elecciones, 17 años después. La lección fue que no se cede el poder mediante comicios. Entonces, cuando se pretende discutir en términos democráticos con el MAS, se está hablando otro idioma. El MAS no defiende una democracia, sino una revolución. Y las revoluciones no devuelven el poder.
Súmense a esto las conclusiones del último Ampliado del MAS más radical y evista, que endurece sus ya duras posiciones. Ello permite prever un futuro de intransigencia enfermiza. ¿Qué implicaría, en estas condiciones, un eventual regreso de Evo al poder? ¿Reflejan esas posiciones a todo el MAS?
La política boliviana ha recorrido un largo trayecto para regresar a 1978. Sólo que no es 1978 y hemos aprendido lecciones. O deberíamos haberlas aprendido.
Robert Brockmann es periodista e historiador.