Bolivia ha cambiado de rumbo. Esa percepción es general, incluso entre quienes aún no encuentran claridad en el proyecto que inicia. Falta que ese rumbo se exponga con precisión: a quienes eligieron a Rodrigo Paz y Edmand Lara, pero también a quienes optaron por alternativas distintas. La práctica de otorgar 100 días de tregua a los nuevos gobiernos podría ser útil aquí, pero lo cierto es que ya existen señales que permiten intuir las prioridades y las tensiones iniciales.
En política exterior, el alineamiento ha sido rápido y contundente: Bolivia se acerca a Estados Unidos y se ubica junto a aquellos países que buscan distanciarse del socialismo del siglo XXI o salir de sus estructuras agotadas. Es un movimiento claro, casi binario, que ubica al país en un bloque regional definido, aunque heterogéneo.
Lo más complejo está dentro. El reordenamiento interno no ofrece caminos tan evidentes ni decisiones tan simples. Requerirá definiciones difíciles, correcciones constantes y un manejo político sensible, porque la herencia institucional es pesada.
Aquí vale mirar el caso ecuatoriano: ocho años intentando desmontar las estructuras del correísmo, cuya influencia persiste en la burocracia, en la cultura política y en mecanismos informales de poder que sobreviven a los gobiernos.
La diferencia clave es que, en Bolivia, el MAS quedó fuera del escenario electoral y sin representación legislativa. Esto modificó la disputa política y abrió espacio a fuerzas que no habían protagonizado la competencia en 20 años. Al menos, el nuevo gobierno no tendrá que enfrentarse a un bloqueo sistemático del antiguo oficialismo. En Ecuador, en cambio, la Revolución Ciudadana sigue siendo una fuerza decisiva, capaz de limitar gobernabilidad desde el Parlamento y los territorios.
Pero existe un punto en común: la persistencia de lógicas burocráticas, corrupción arraigada y prácticas institucionales que erosionan cualquier intento de reforma profunda. Sin resolver estas inercias, la promesa de modernización queda atrapada en trámites interminables, redes opacas y un Estado que opera más como resistencia que como herramienta.
A esto se suma un desafío compartido: la crisis económica. Tras los años de bonanza, ambos países agotaron sus reservas y redujeron sus márgenes de maniobra. Hoy se enfrentan a la necesidad de ajustar, con costos inevitables para sectores vulnerables. La eliminación de subsidios es quizás el ejemplo más delicado. Bolivia deberá abordarlo tarde o temprano, y la experiencia ecuatoriana debería servir como advertencia.
En Ecuador, tres intentos de reforma a los subsidios –Moreno en 2019, Lasso en 2022 y ahora Noboa– derivaron en crisis políticas, protestas masivas, renuncias, diálogos fallidos y, finalmente, el uso creciente de la fuerza para sostener medidas impopulares. Nada en ese aprendizaje sugiere una salida fácil.
Ese es el punto crítico para el gobierno de Rodrigo Paz. Su éxito dependerá de la capacidad de compensar a los sectores afectados, de construir consensos mínimos y de evitar la tentación autoritaria. La represión como método puede parecer eficiente a corto plazo, pero erosiona la legitimidad y activa la movilización de un electorado que no votó por una agenda de ajuste radical, sino por superar el deterioro del masismo sin renunciar a derechos ni espacios de participación.
El nuevo gobierno tiene por delante un desafío complejo: preservar su respaldo social, enfrentar la corrupción estructural, desatar nudos burocráticos y generar recursos sin cargar el peso sobre quienes menos tienen. Bolivia cambió de rumbo, falta demostrar que ese cambio no será solo un reemplazo de élites, sino una transformación real en la forma de gobernar.
Sofía Cordero Ponce es politóloga y docente universitaria.
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