Uno de mis lugares predilectos en Ciudad de México es la Ciudadela de los Libros, en la avenida Balderas, frente al gran mercado de artesanías y a seis cuadras de la Alameda Central. Es un lugar mágico donde se encuentra la Biblioteca de México José Vasconcelos y cinco grandes bibliotecas que pertenecieron a Carlos Monsiváis (el cronista), Jaime García Terrés (el poeta), José Luis Martínez (el bibliófilo), Antonio Castro Leal (el humanista), y Alí Chumacero (el editor). Cada biblioteca personal tiene su propio espacio y estilo. Los altos techos del edificio colonial de una sola planta han permitido instalar hasta dos pisos de pasillos y anaqueles que dan cabida a cada una de las bibliotecas como si sus autores siguieran vivos entre sus libros. No solo hay libros, sino también objetos personales, memorabilia de esos grandes personajes de la literatura mexicana.
El majestuoso edificio de piedra, rodeado de jardines magníficos, y junto a la plaza del Danzón (donde cada fin de semana las parejas bailan espontáneamente) fue inaugurado en 1807 como la Real Fábrica de Tabaco, se usó en diferentes periodos como cuartel militar, cárcel, fábrica de armas, escuela y, desde 1946, sede de la Biblioteca de México. Con la intervención del arquitecto Abraham Zabludovsky en 1987, se cubrieron los cuatro patios principales con grandes parasoles metálicos para aprovechar mejor esos espacios. Otra intervención de los arquitectos Alejandro Sánchez García y Bernardo Gómez Pimienta permitió añadir un teatro, una sala infantil, salas de consulta para investigadores, una hemeroteca, una sala para discapacitados visuales con libros en braile, una librería y habilitar cuatro patios con nombres emblemáticos: patio de escritores, patio de lectura, patio de la imagen y patio del cine, en uno de ellos la agradable cafetería El Péndulo. Además, muchas obras de arte en los pasillos y patios. Hay conferencias, música, proyecciones, en fin, actividades todos los días.
No es el único templo para los escritores en la capital de México, la ciudad cuenta también con la Capilla Alfonsina (casa y biblioteca de Alfonso Reyes), el Museo del Estanquillo en la calle peatonal Madero, que conserva y exhibe las colecciones formidables de ese coleccionista compulsivo que fue Carlos Monsiváis, la casa museo del poeta Ramón López Velarde, que guarda además las bibliotecas de Salvador Novo (6.000 volúmenes) y de Efraín Huerta (5.200 libros), y también la hermosa Casa Alvarado, última morada de Octavio Paz y Elena Garro en la calle Francisco Sosa No. 383 de Coyoacán, hoy convertida en la Fonoteca Nacional. Hay muchas otras casonas formidables que se pueden visitar en la ciudad, que preservan la memoria de grandes escritores mexicanos, y también artistas plásticos (Frida Kahlo, Diego Rivera), arquitectos (Luis Barragán), músicos, etc.
Sólo países serios y no paisitos de pacotilla, preservan la memoria de sus grandes hombres de letras y artistas en general. En países serios el Estado invierte en la cultura, aunque no sea rentable en términos económicos, pero sí en términos de identidad nacional y de orgullo intelectual. Y no es una cuestión de falta de recursos, porque todo Estado tiene lo suficiente: es una cuestión de prioridades. Por ejemplo, en nuestro país, Evo Morales, como buen autócrata ignorante, prefirió malversar 7 millones de US$ dólares del Estado para hacer un museo a su propia gloria en Orinoca, su pueblo natal (que no tiene siquiera alcantarillado) y que se está cayendo en pedazos por falta de mantenimiento y por el poco interés que reviste. Ese dinero hubiera bastado para siete museos medianos o bibliotecas en ciudades más accesibles. El cacique del Chapare gastó otros 2 millones de US$ dólares en la terminal aérea presidencial en El Alto, con dos pisos, dormitorios con jacuzzi, y otros lujos. La megalomanía típica del acomplejado que se hace amarrar los cordones de los zapatos.
Mientras tanto nuestros escritores y artistas mueren pobres, sin seguridad social y sin pensión, aunque hayan trabajado toda su vida escribiendo libros, componiendo música o dirigiendo películas que honraron a nuestro país internacionalmente. En otros países el Estado les otorga seguro social y pensiones, en reconocimiento a sus aportes a la cultura. Aquí les dan premios de plástico, medallas de latón o simples diplomas de cartulina.
En Quebec visitamos hace tres años una iglesia convertida en biblioteca. He visto en otros países centros culturales y museos muy agradables en edificios que antes fueron conventos. Esa parece ser una excelente opción para que haya vida en los templos donde cada vez hay menos feligreses porque el relato de la Iglesia se ha estancado en un lenguaje vaciado de contenido. Qué mejor que los libros, muchos libros, con muchas ideas diferentes, para darle vida a espacios antes lúgubres y ófricos (para usar una bella palabra que sólo se usa en Chile y en Bolivia).
En aquella biblioteca de la ciudad de Quebec se podía acceder directamente a los libros, sin que hubiera que pedirlos y llenar formularios engorrosos, como si uno entrara a un banco. El que quiere entra, busca y se pone a leer, nadie le pide identificación ni le pregunta nada. Es un espacio libre, que contrasta sin duda con la función deprimente que pudo tener antes. Ahora es un lugar lleno de luz.
Todo lo anterior para manifestar mi desazón y la de muchos lectores por la pérdida en Bolivia de grandes acervos de libros, bibliotecas personales de enorme valía, cultivadas con amor (y con mucha inversión de tiempo y dinero) a lo largo de la vida de personalidades fundamentales de nuestra cultura. Por ejemplo, supe que la biblioteca que perteneció a Jorge Siles Salinas y a su esposa María Eugenia del Valle, fue descuartizada y terminó en los puestos de libros usados de la avenida Montes, porque ninguna biblioteca pública del país quiso recibirla como donación, ya no digamos comprarla (como debería ser). La biblioteca de Julio Méndez, precursor de la geopolítica de Bolivia, se vende por ejemplares sueltos cerca del Mercado Lanza, así como las de otros escritores y bibliómanos. Cuando muere el propietario que tanto quiso cada uno de sus libros, la familia se ve obligada a vender por peso, miles de obras (muchas dedicadas y bellamente encuadernadas) que no merecen ese destino tan despiadado.
Hubo un tiempo en que las alcaldías hacían más que el gobierno nacional. La biblioteca de don Arturo Costa de la Torre fue comprada durante la gestión de Luis Revilla por el Gobierno Autónomo Municipal de La Paz, y la de su hijo, mi querido amigo Rolando Costa Arduz, permanece encajonada en algún depósito de la Alcaldía sin que él, que ya falleció, haya recibido a cambio una justa compensación que le hubiera permitido pasar sus últimos años con una mejor calidad de vida.
Me dicen que el Archivo y Biblioteca Nacional de Bolivia (ABNB) en Sucre, una de las instituciones de la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia, ya no compra bibliotecas ni las recibe en donación a pesar de que en el edificio nuevo tiene espacio todavía (sólo “escogen” en el mejor de los casos, algunos libros que les interesan). Las universidades tampoco las aceptan. Lo que se está perdiendo todos los días es enorme, porque la mentalidad de la burocracia estatal es tan pequeña como una biblioteca de alasitas. En los cerebros de los gobernantes y funcionarios caben pocos libros, igual que en las bibliotecas de Bolivia.
Ahora que estamos en año electoral, vemos que en las propuestas de los candidatos presidenciales no hay ni migajas sobre la cultura. Sencillamente no existe para ellos. Hablar de política cultural es una exquisitez, porque ya sabemos que en tiempos de crisis económica (y también de bonanza) la cultura es para los gobernantes algo secundario. Qué digo: “secundario” sería maravilloso. En el rango de prioridades la cultura y las artes están seguramente tan atrás que ni siquiera se ven en la lista. Sin embargo, se gastan millones en entradas folklóricas donde los candidatos bailan sonrientes mostrando su lado más demagógico e hipócrita, a eso se ha reducido la cultura. Qué lejos estamos de países serios, tan lejos, que en el horizonte de los próximos 30 años no se vislumbra ninguna política de Estado en favor de la cultura.
AlfonsoGumucio es escritor y cineasta