A Mariano Baptista Gumucio, por lo escrito, pensado y realizado por Bolivia
“Las emociones tristes han tenido un peso excesivo, sobre todo en la cultura política”. El escritor y politólogo colombiano Mauricio García Villegas encuentra que América Latina, producto sobre todo de sus prácticas políticas, se ha inclinado hacia sentimientos malsanos: desconfianzas sistemáticas, envidias recónditas y resentimientos amontonados, que provocan una vida afligida, apocada y emponzoñada, que impide la consecución de proyectos colectivos y menoscaba la convivencia social; mientras, otras regiones del mundo se han inclinado hacia emociones amables como la confianza, la cooperación y la tolerancia, permitiéndoles tener una vida más plácida y fructífera.
Su reciente libro, “El viejo malestar del Nuevo Mundo”, resulta un faro de luz para entender la región, explora la historia del continente latinoamericano a partir de sus emociones y muestra cómo esta perspectiva permite un mejor entendimiento de sus problemas.
La larga sombra del régimen colonial
MGV plantea que la vieja España, la Barroca, sigue viva en América Latina; aunque del otro lado del Atlántico, en la propia España, fue conjurada gracias a la influencia benéfica de Europa. “España sigue ahí, entre nosotros, invisible e invencible, moviendo los hilos emocionales que alientan todo o casi todo lo que hacemos”. Ese pasado no ha muerto ni como producto de las nuevas constituciones, ni de las guerras civiles, ni de las revoluciones.
El orden colonial se logró gracias a un dispositivo muy eficaz que tenía dos componentes: “por un lado, un poder central relativamente débil y poroso, respaldado por una doctrina de poder que toleraba amplias zonas de ilegalidad y, por otro, un ejército de curas y monjas que gobernaban la vida de los pobladores a partir de una doctrina religiosa que, como el derecho, era dogmática en sus principios, pero flexible en su aplicación”. ¿Estamos hablando de los casi dos siglos de dominación Habsburgo en América? Más bien parece que estuviéramos hablando del presente, salvo por el ejército de curas y monjas que, dependiendo de la geografía, pueden ser reemplazados hoy por ejércitos de dirigentes sociales, ONG, caciques y narcos.
El Estado débil y poroso persiste. Y lo hace bajo una curiosa dualidad que permea nuestras sociedades entre los ideales y las prácticas, entre las exigencias del deber social y los rigores de la necesidad. Los latinoamericanos vivimos atormentados por la esquizofrenia de no poder conciliar los propósitos con los actos, “que muchos intentan resolver anulando uno de los dos elementos: viviendo en el mundo de los ideales, como si la realidad no existiera (idealismo), o viviendo en el mundo de los hechos, como si los principios fueran irrelevantes (cinismo). Al deber ser lo homenajea con la palabra y al ser con la obra. “En nuestra dualidad mental, lo ideal está hecho para hablarse o escribirse y lo real para vivirse”.
Nada se hace por unir lo ideal a lo material: vivir según los principios. No lo hacen las personas, ni mucho menos las instituciones, que no solo se alejan de sus imperativos, sino que usando la propia institución socavan sus principios fundacionales. De esta manera, el derecho es más un instrumento para abusar que para poner límites, y así la ley se aplica contra quienes no tienen poder o para acabar con los pequeños poderes para construir uno grande, monolítico y solitario. Con la educación ocurre otro tanto, no sirve para luchar contra la desigualdad, sino que igualmente se la dualiza entre la privada y la pública. La buena y la mala o regular.
Entonces caemos en la creencia colectiva de que “este mundo es un ‘valle de lágrimas’ difícilmente mejorable, en el que el mal no tiene remedio (…) a diferencia de los ingleses, que ponían un empeño particular en la eficacia administrativa y solían tener la capacidad política y administrativa para lograr lo que se proponían”. La cultura de las intenciones opuesta a la cultura de los resultados. “Mantener los ideales intactos, escritos, promulgados y sermoneados, sin importar que en la práctica todo eso se acomode”. La predilección por la ceremonia y la fórmula. De esta manera, nuestras constituciones pretenden resolverlo todo con un Estado que no resuelve nada.
Las nuevas repúblicas
En América Latina el miedo empezó con la Conquista y con la vida precaria que se instaló después con las nuevas repúblicas. “La existencia estaba rodeada de amenazas y de ahí la multiplicidad de miedos: al infierno, a la ‘ira de Dios’, a las tempestades, a los terremotos, a las plagas, al hambre”. La realidad hoy, por otros motivos, nos sigue pareciendo a los latinoamericanos la cuerda de un trapecista, más propenso a caer en la precariedad, la pobreza, la inflación, la crisis, el narcotráfico, la inestabilidad, la inseguridad, el alcohol y los feminicidios, que de encaminarse al ansiado bienestar.
El miedo a los conservadores, que solo quieren detentar el poder, sin que nada más importe, poniendo en brete a las clases peligrosas. Y el miedo a los revolucionarios, que instalan la furia de la justicia contra todo lo que se percibe injusto, pero que en su exceso y en su desprecio a las instituciones, acaban ellos mismos ahondando y acrecentando las injusticias. “En América Latina, la palabra ‘revolución’ se ha desgastado como se roen las monedas de tanto pasar de mano en mano”.
Entre unos y otros, entre conservadores y revolucionarios, un miedo recíproco.
El poder pasa de manos, como un péndulo, de un extremo a otro, y el Estado prosigue incapaz de ofrecer seguridad a sus habitantes y de levantar una sociedad decente. El descontento, el malestar, la frustración, más que la educación, la salud y la urbanidad, son su principal producto. Esto acarrea que “el déficit de legitimidad, en sociedades cada vez más complejas y difíciles de gobernar, incide en el déficit de eficacia, con lo cual padecemos los males de las sociedades fuertes, pero gobernadas por Estados débiles: la gente encuentra los motivos y los medios para rebelarse, y el Estado se vuelve autoritario para impedirlo”. Las nuevas repúblicas formaron Estados, pero sin construcción de capacidad estatal. “En estas condiciones, hubo más política que administración pública, más geografía que Estado y más anomia que orden”. Esto persiste hasta el día de hoy con una obstinación indoblegable.
De estas banderas (malestares y rencores) se valen los ineliminables caudillos populistas que asolan la región. “El caudillo no busca el cambio social; al contrario, defiende la sociedad tradicional, con sus jerarquías y padrinazgos. La llegada de un caudillo no afecta a la estructura de poder, solo a la titularidad del padrinazgo”.
Ahí están, desde Rosas hasta Chávez, desde Trujillo hasta Ortega, desde José Gaspar Rodríguez de Francia hasta Evo Morales Ayma. Todos ellos prodigándose en cultivar títulos grandilocuentes, que ocultan el deseo oculto de ejercer el poder absoluto, el del capricho y el abuso; aunque se ven a sí mismos como los hombres que salvan a los pueblos.
“Todos tienen el mismo talante, el mismo mesianismo (salvar la patria), la misma visión religiosa de la sociedad, dividida entre buenos y malos, el mismo menosprecio por el Estado de derecho, la misma subordinación de los medios a los fines, la misma descalificación de las opiniones independientes, el mismo recurso a la ficción como herramienta para crear la realidad, el mismo desprecio por los datos, por los hechos y por la ciencia, y el mismo encono despótico contra las minorías que no están con ellos”. Tienen como el dios Jano una doble cara: empalagosa con sus seguidores e inclemente con sus opositores.
La tarea pendiente
Para MGV la tarea titánica en la región es consensuar un núcleo de creencias compartidas. “Sin un mito que aglutine la sociedad, esta se estanca, como varada en un pantano”. ¿Cuál sería este mito que debería poseer casi un carácter de sagrado, porque una vez aprobado, no se debiera discutir y acatarse sin recelo? La respuesta: la democracia constitucional.
“La gran promesa de este cambio debería consistir en lograr una transición pacífica de la concepción religiosa-teológica de lo sagrado (monarquía) a una concepción procedimental-constitucional de lo sagrado (democracia), todo ello sin caer en una concepción religiosa revolucionaria”. Es decir, un relato fundacional alternativo que pusiera en modo colaborativo a los individuos que componen nuestras sociedades, que instituya reglas, principios y derechos fundamentales que se interiorizan, sobre lo que se levanta un Estado central con capacidad para lograr acuerdos básicos que logra hacerlos respetar. Algo así como el mástil al que se hizo amarrar Ulises para evitar que las sirenas lo embelesaran con su voz encantadora y lo llevaran al naufragio.
¿En qué consiste? Lo vemos a diario en nuestra región: la incapacidad del Estado para controlar la sociedad, la de los ricos capturando el Estado, los presidentes deseando perpetuarse en el poder y, sobre todo, “el del desborde de las emociones políticas con su abrevadero populista”. Así la vida no solo se vuelve injusta, sino insoportable.
La salida para MGV es reencauzarnos hacia una democracia con encanto, que una sociedad y Estado, que les infunda respeto y admiración. Que se nutra de tres tradiciones filosóficas perfectamente amoldables: de la liberal, la limitación del poder estatal; de la social, la búsqueda de la igualdad entre los miembros del grupo; y de la democrática, la participación de los ciudadanos en las decisiones públicas.
Y superar la indignación virtuosa, tan propia de los latinoamericanos, y a la vez, tan infructuosa. “Hay que ponerse en los zapatos de las personas de acción y no solo criticarlas en nombre de principios elevados; hay que reflexionar sobre lo posible y no simplemente sobre lo deseable, no hay que dejarse intoxicar por las fórmulas bellas sin confrontarlas con los hechos”.
César Rojas Ríos es escritor.