El 10 de diciembre de cada se recuerda el aniversario de la proclamación de la Declaración Universal de los Derechos, producida en la Asamblea de la Organización de las Naciones Unidas en 1948. Como se sabe, este documento surgió después de conocerse las atrocidades que habían cometido los nazis con millones de prisioneros de guerra, especialmente judíos, si bien es cierto que atrocidades similares fueron cometidas por los aliados, incluidos los soviéticos, a la conclusión de la guerra; y con el olvido, malintencionado o no, de los estragos que causó la explosión de dos bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki el 6 y 9 de agosto de 1945.
Uno de los personajes que participó en la elaboración de la declaración fue el filósofo francés neotomista Jacques Maritain, quien expresó que no fue, sin duda, fácil, pero se pudo establecer una formulación común de los diversos derechos que el hombre posee en su existencia individual y social, al tiempo que señalaba que resultaría muy fútil intentar una común justificación racional de esas conclusiones prácticas y de esos derechos, advirtiendo que, si se lo intentase, se correría el riesgo de imponer un dogmatismo arbitrario o ser parados en seco por irreconciliables diferencias.
De esto surge una paradoja: las justificaciones racionales son indispensables y, al mismo tiempo, son incapaces de crear un acuerdo entre los hombres. Son indispensables porque cada uno cree instintivamente en la verdad y no quiere dar su consentimiento más que a lo que ha reconocido como verdadero y como racionalmente válido. Pero son incapaces de crear un acuerdo entre los hombres porque son fundamentalmente diferentes o, incluso, contrarias (…), decía Maritain en “El hombre y el Estado”.
La Declaración Universal de los derechos Humanos fue objeto de desarrollo posterior, dando lugar al surgimiento de pactos y otros instrumentos internacionales. Lamentablemente, la situación de los derechos humanos en el mundo se ha tornado precaria y en muchos casos las grandes potencias, como Estados Unidos, se han negado a suscribir documentos internacionales, cuya aplicación afectaría a ciudadanos norteamericanos que han cometido barbaridades en muchos lugares del mundo.
La situación no es mejor en el bando de las otras potencias, como Rusia y China, para no mencionar más que dos, o Cuba y Nicaragua, cuyas poblaciones sufren los rigores de regímenes dictatoriales aunque, paradójicamente, forman parte de las instancias encargadas de velar los derechos humanos en organizaciones internacionales.
A propósito de los derechos humanos, cabe destacar en esta oportunidad el aporte que realizaron en esta la pensadores y sacerdotes españoles durante los siglos XV al XVII, mismo que ha llevado a los abogados mexicanos Jesús Antonio de la Torre Rangel y Alejandro Rosillo, el español David Sánchez Rubio y el brasileño Antonio Alberto Machado, a formular la existencia de una tradición iberoamericana de derechos humanos, anterior a la de la revolución francesa y distinta de ésta en varios aspectos.
Se trata, por una parte, de los miembros de la denominada “Segunda Escolástica” o de los teólogos juristas españoles; y, por otra, de todos aquellos sacerdotes españoles que, viviendo en América y tomando conciencia de la situación de los indios, asumieron su defensa.
Entre los primeros, están los dominicos Francisco de Vitoria y Domingo de Soto, y los jesuitas Juan de Mariana, Gabriel Vázquez y Francisco Suárez. De Vitoria con su teoría sobre la guerra justa, señalando enfáticamente que la gloria del príncipe, el ensanchamiento del territorio y la diversidad de religiones no eran causa justa para una guerra. Suárez, con su brillante formulación sobre el Derecho Natural y los aspectos mutables que en él existen.
Entre los segundos, el más conocido fue Bartolomé de las Casas, partícipe de una aguda polémica con Juan Ginés de Sepúlveda; pero hubo otros como Alonso de la Veracruz, Vasco de Quiroga y Antonio de Montesinos, que asumieron un actitud abiertamente crítica en contra de los abusos a que eran sometidos los indios en América.
De la Torre Rangel dice respecto a esta tradición iberoamericana de derechos humanos que, sin negar la libertad y la propiedad como derechos de las personas, la tradición iberoamericana de derechos humanos se funda en la dignidad y necesidades básicas de los pueblos y las personas, reivindica la vida digna de todos como el derecho fundamental y tiene como criterio hermenéutico clave hacer justicia aquí y ahora a quienes sufren injusticia.
Carlos Derpic es abogado.