Desde que salí de Bolivia en mi segunda migración a México, hace más de 20 años, los libros de Jorge Ibargüengoitia no han dejado de circular por mi mesa de noche. Empecé con Estas ruinas que ves, novela que cayó casi como una autobiografía, pues trata de un profesor que vuelve a Guanajuato –de donde es originario –, luego de vivir en el Distrito Federal. Creo que fue lo primero que leí identificándome con el personaje porque precisamente iba a ocupar un puesto de catedrático en la Universidad.
Sus observaciones eran agudas, críticas, irónicas, juguetonas y sobre todo muy entretenidas. Guardé algunas frases de memoria: “En México [se refiere a Ciudad de México] no soy nadie, en Cuévano [Guanajuato capital], hasta los perros me conocen”; “Los de Pedrones [quienes viven en León, la ciudad industrial vecina de Guanajuato] confunden lo grandote con lo grandioso”. Y así, cada página provocaba una sonrisa.
Otros títulos suyos me acompañaron. Recuerdo aquel párrafo que llevo siempre conmigo. Hablando del éxito de su libro Los relámpagos, dice:
“No me permitió ganar dinerales, pero cambió mi vida, porque me hizo comprender que el medio de comunicación adecuado para un hombre insociable como yo, es la prosa narrativa: no tiene uno que convencer a actores ni a empresarios, se llega directo al lector, sin intermediarios, en silencio, por medio de hojas escritas que el otro lee cuando quiere, como quiere, de un tirón o en ratitos y si no quiere no las lee”.
Otra perla que aplica en todas partes:
“En cualquier organismo mexicano que examinemos, encontraremos una persona que funge como rey y que ejerce poder ilimitado (dentro de sus posibilidades) por derecho divino; un administrador incompetente, y uno o muchos esclavos”.
Recorriendo sus páginas conocí mejor México. Ibargüengoitia además de sus novelas y ensayos, escribía columnas en el periódico que luego recopiló en algunos volúmenes, como el inigualable libro Instrucciones para vivir en México, donde critica desde la burocracia, hasta la cultura, la política, la comida y la vida urbana. Una delicia. Mirar lo cotidiano, desmenuzarlo, criticarlo, disfrutarlo y reír.
El escritor falleció trágicamente en 1983 en Madrid.
Hace poco se ha estrenado en Netflix la serie Las muertas, dirigida por Luis Estrada, que es una adaptación de la novela de Ibargüengoitia con el mismo título. Se trata de un caso histórico conocido como Las Poquianchis, unas hermanas que comerciaban con burdeles a mediados del siglo pasado y que se vieron envueltas en varios crímenes horrendos.
La novela es un tránsito por los instintos más básicos de la condición humana, atravesado por el contexto político corrupto, las instituciones decadentes y la cultura mexicana profunda. La adaptación de Estrada es soberbia, quizás lo mejor que he visto del afamado director que antes ya había ofrecido notables películas como El Infierno o La ley de Herodes. Las actuaciones son estupendas, personajes complejos, atractivos, envolventes, crudos.
La serie quiebra con el formato tradicional y desgastado de Netflix que se empeña en atar al espectador cerrando un capítulo pegado al siguiente. Aquí se trata de episodios completos, conectados en una sola gran narración que despiertan la curiosidad por lo que viene, que no la ansiedad por no seguir enganchado. La estructura narrativa es clara, con múltiples idas y venidas en la línea del tiempo, pero que nunca te pierden en la historia.
A diferencia de la reciente adaptación de Cien años de soledad de García Márquez, o de Pedro Páramo de Juan Rulfo –ambas estrenadas en la misma plataforma –, que son intentos de llevar el realismo mágico al formato de televisión, abusando del dispositivo tecnológico sin poder alcanzar la potencia del escenario y la historia del autor, Estrada nos introduce en una atmósfera completa donde todo está articulado: el texto, el sonido, los actores, lo visual. No hay desperdicio.
Tal vez Las Muertas sea la mejor serie que he visto en los últimos años, al lado de Ripley –basada en la novela de Patricia Highsmith – que también disfruté cada minuto. El drama es darse cuenta de que lo sucedido hace unas décadas en México, hoy es pan de todos los días en este país carcomido por la violencia incontrolable. Ver la serie hoy, cuando diariamente las noticias están llenas de historias igual de espantosas, nos lleva a cuestionarnos cuánto hemos avanzado.
En fin, Ibargüengoitia es simplemente fabuloso. Me quedo con una frase que responde una de las protagonistas cuando su hermana le reclama haber cobrado una venganza amorosa que les trajo mil dificultades: “¿Qué culpa tengo de haber nacido apasionada?”, responde con franqueza, sabiduría y sencillez.
Vean a Ibargüengoitia, lo van a disfrutar.
Hugo José Suárez es investigador de la UNAM y miembro de la Academia Boliviana de la Lengua.