Tengo afición y atracción por los diccionarios. Son laberintos llenos de sorpresas, hechos para ser leídos y disfrutados sin orden, con puro instinto, abriendo universos desconocidos. No sé de dónde me venga tal apego, seguro que no de mi colegio que estaba peleado con las letras. Cuando agarro un diccionario entre mis manos, me siento en mi cómodo sillón en casa, me preparo un café sin prisa, y comienzo la aventura dejando que los dedos marquen el rumbo.
A menudo me he preguntado cuál es el proceso para que una palabra llegue a su lugar. Hay historias bellas, como la de María Moliner que con paciencia, vocación y talento creó una catedral: el Diccionario del uso del español. También hay ejercicios entretenidos, como Coda al diccionario, de mi amigo Jorge Patiño. O el fabuloso Diccionario de Mexicanismos coordinado por la académica Concepción Company Company.
Los diccionarios, lejos de ser ladrillos inflexibles y fijos, son piezas vivas porque parte de su quintaesencia es reflejar el estado del uso de la lengua en una sociedad que, por principio, está en movimiento. El Diccionario de la lengua española, responde, se nutre y enriquece con el trabajo minucioso y activo de las 23 corporaciones que conforman la Asociación de Academias de la Lengua Española. Es gracias a su trabajo que nuevos términos entran al diccionario.
En el caso boliviano, es la Academia Boliviana de la Lengua la responsable de nutrirlo enviando términos con tres criterios básicos: ser exclusivos del país, estar asentados en el uso y contar con documentación escrita de respaldo, y tener varias acepciones. Así, recientemente se incorporó cien nuevos bolivianismos. Aquí una probadita.
Amartelarse: “Enfermarse o decaer física y anímicamente, generalmente, por la ausencia o pérdida de seres queridos”.
Canchitas: “Futbolín”.
Chacharse: “Faltar a un lugar sin consentimiento”.
Chacra: “Dicho de una persona que demuestra poca habilidad para llevar a cabo una tarea”.
Cocachear: “Golpear a una persona en la cabeza con los nudillos de la mano”.
Chonono: “Rizo de cabello, acomodado especialmente para que luzca en el peinado”.
Huasquear: “Dar latigazos con una huasca”.
Pijchar: “Elaborar un bolo en el cachete con hojas de coca”.
Y un largo etcétera. El caso es que la belleza del español, tan local como universal, es recogido paulatinamente en el Diccionario de la lengua española, documento que por supuesto nos pertenece a los 500 millones de hispanoparlantes, y nos perite comunicarnos mejor con 19 países hispanoamericanos, con una extensión territorial de más de 12 millones de kilómetros cuadrados, y con varios siglos de historia.
“¿Qué hacer ante un diccionario?” se pregunta la académica mexicana Angélica Muñiz-Huberman, y dice:
“Un diccionario es un libro especial. Un libro que se abre muchas veces pero que nunca se acaba de leer. Un libro de gran orden que se lee en desorden. Un libro de gran volumen y peso que, aunque lleva a muchos lados no se lleva a ningún lado. Un libro imprescindible que se consulta brevemente. Que tomó años y años para ser terminado y que el lector lo hojea en un par de minutos. Un libro lleno de todas las palabras para sólo buscar una. Un libro de sabiduría sí, pero ejemplo de la fragmentación y de la dispersión. Un libro que ha deshecho el orden natural de este mundo para rehacerlo en un orden arbitrario, llamado alfabético. Un libro a prueba de paciencia y conocimiento. Un libro lógico. Carente de imaginación, pero que desata la imaginación. Un libro eterno que nunca será terminado de leer. Un libro sin principio y sin fin. Un libro entre el sueño y la realidad. Un libro sin tiempo. Un libro sin ideas. Un libro sin pasiones. Un libro a secas. Un libro, libro”.
Sirvan estas letras como invitación a tomar un diccionario en sus manos, usarlo como juguete, saltar de palabra en palabra, ir y venir, detenerse y continuar. Sentirse dueño de un pasaporte que no se detiene en las fronteras.
Hugo José Suárez es investigador de la UNAM y miembro de la Academia Boliviana de la Lengua.