Todas las revoluciones de la historia han tenido la misma trayectoria declinante. Conforme las fuerzas sociales que las realizaron se replegaban de la escena pública, por cansancio y/o confianza en sus representantes, perdieron los móviles ideológicos que las impulsaban o, mejor dicho, los fueron convirtiendo en símbolos más o menos formales de su identidad. (Y cuando pongo “móviles ideológicos” quiero decir proyectos de transformación de la realidad social, así como teorías justificativas de estos proyectos/sueños).
La Revolución Francesa, el mayor movimiento anti-aristocrático, terminó, como es sabido, en la dictadura de Napoleón, quien luego se coronó “emperador” e hizo nombrar rey de Nápoles y de España a su hermano José. Lo importante de este ejemplo está en que el bonapartismo reivindicaba su origen revolucionario al mismo tiempo que impulsaba el surgimiento de una nueva aristocracia, que llamaba “de mérito”. Resulta obvio que las consignas de 1789 no se entendían entonces de la misma manera, que se habían convertido en fórmulas incorporadas a la retórica y la ritualidad estatales.
En Bolivia, la Revolución Nacional no escapó a esta “ley” histórica. Comenzó como un proceso de “liberación nacional” y pronto se convirtió en una de las varias experiencias de desarrollismo ejecutadas por gobiernos latinoamericanos con el impulso (y el control) de Estados Unidos. Pese a ello, el “nacionalismo”, vaciado de contenido, siguió estando muy presente en el discurso de la Revolución y, luego, en el del MNR, al punto de seguir siendo el “ideologema” de dicho partido cuando éste ya se había convertido, con el correr de los años, en el principal impulsor político de la globalización neoliberal.
Podemos describir este proceso como el paso de un poder racional o revolucionario, cuya fuente de legitimidad reside en el futuro, en lo por lograr, a un poder de tipo tradicional, cuya fuente de legitimidad se ubica en el pasado, en lo ya logrado. Así, un pasado revolucionario puede justificar cualquier deriva reaccionaria en el presente, como se pudo advertir tan claramente con el estalinismo. (El efecto de reverberación del pasado en el presente justificó incluso el pacto Moscú-Berlín, que como se sabe estuvo a punto de costarle la vida a la Revolución Rusa).
El “proceso de cambio”, la revolución liderada por Evo Morales, ha seguido la misma trayectoria histórica. Ha pasado también de ser un poder revolucionario (aunque con particularidades por el método –electoral– que usó para lograr sus objetivos) a ser un poder tradicional, que se apoya en la costumbre, su asociación con la “estabilidad” y el orden, y su posibilidad de mantener y premiar a fuertes élites políticas, sindicales, militares e intelectuales. En este contexto, los “móviles ideológicos” del principio han perdido importancia para los propios sujetos del poder, lo que los ha convertido en ceremoniales.
Los síntomas de este “paso” son múltiples, pero si se busca una referencia indiscutible, la misma puede encontrarse en la reciente decisión del gobierno de Evo Morales de extraditar a Italia, sin ningún proceso, a Cesare Battisti, un excombatiente comunista contra el capitalismo y el imperialismo (las bestias negras del discurso de Morales), pese a que en el pasado inmediato este había sido protegido por los gobiernos de izquierda de México, Francia y Brasil. Fue una expulsión que benefició en términos políticos a dos archienemigos ideológicos (pero ya no prácticos) del MAS, el presidente brasileño Jair Bolsonaro y el ministro italiano Matteo Salvini. Este hecho, que solo un puñado de masistas criticó públicamente, es el momento preciso en el que el vaciamiento ideológico del “proceso de cambio” se consumó definitivamente.
Fernando Molina es periodista y escritor.