Veo, en las redes sociales, cada vez más frecuentes expresiones de
desdén hacia lo que se ha convertido en una categoría: los “pititas”. Se ha
vuelto algo así como sinónimo de simpleza de pensamiento, superficialidad,
tontería en general. En resumen, se está instalando la idea de que ser “pitita”
es eso, ser pueril. Muchas pititas ayudan a ello.
Esta displicencia proviene por lo general de personas que se autodefinen socialistas o de izquierda, aunque no necesariamente sean simpatizantes del MAS. Se sienten más allá, pero sobre todo por encima, del bien y del mal. Sin embargo, bien mirados, más que ser lo que dicen ser, son meros antiliberales básicos. Puros contreras esnobs.
Lo cual es una amarga ironía. Los pititas, una colectividad nacional tan enorme como diversa y dispersa, son, somos, poseedores de una genuina victoria política en las calles, producto de una movilización espontánea, resultado de un ideal colectivo de democracia que estaba siendo violada y secuestrada. Somos autores y depositarios de la gesta democrática más importante en décadas de historia boliviana. Los pititas logramos, aunque hubiera mediado la diosa Fortuna, lo que los venezolanos o los sirios no han logrado ni con enorme sacrificio de vidas humanas. No hay por qué nos miren con desprecio. Al contrario. ¿Qué hicieron ellos, de qué lado estuvieron en el momento en que no había opción para la indiferencia?
El problema entre los pititas es que hay quienes quieren arrogarse para sí la gesta. No lo hicimos por Camacho, aunque su participación fue decisiva; no lo hicimos por Mesa, aunque sin él la victoria tampoco hubiera sido posible. No lo hicimos por Albarracín, pero su energía sin desmayo fue la inspiración constante. Y ciertamente no lo hicimos por Añez, tenaz opositora a Morales que estuvo en el lugar y el momento correctos y aceptó con valentía el desafío que le tocó.
No lo hicimos por ni para ninguno de ellos. Ellos lo hicieron con nosotros contra el intento de secuestrarnos la democracia e instalar la dictadura. Todos lo hicimos contra la decisión de Evo Morales de ignorar su derrota en el referéndum del 21F.
Esa sola decisión fue el motivo por el cual estamos donde estamos. Pero hoy hay otra mala decisión que traba la posibilidad de efectuar un mejor gobierno, en un momento en que se lo necesita desesperadamente: es la decisión de la presidenta Añez de ser candidata.
Más allá de su derecho incuestionable, esa candidatura priva a su gobierno de recurrir a valiosos recursos humanos porque los coloca en la “oposición” de su pequeño partido. También vuelve sospechosa cada acción del gobierno como medida de campaña, porque, ya lo vimos con Morales, ¿dónde está el límite? Peor, el gobierno empieza a hacer aguas y arrastra consigo a la “causa pitita”, que es impedir el retorno del MAS. La candidatura presidencial es un escollo para todo y coloca la victoria de los 21 días bajo una perspectiva totalmente diferente.
Como van las cosas, el rol del gobierno, como le ocurriría a cualquier gobierno, sólo se limitará al control de daños. No es posible ganar nada en ese rol. Sólo perder. Y aparte de perder, dividirá el voto, multiplicando las posibilidades de retorno del MAS.
Es difícil de creer que la memoria del pueblo sea tan corta. El gobierno del MAS no fue una excursión. Su modelo político es un peligro para la integridad de la sociedad boliviana y viene con todo y por todo, y, peor, con lecciones aprendidas y enemigos identificados. No se volverán a ir.
La eventual renuncia a la candidatura le permitiría a la Presidenta gobernar sin sospechas y recuperar algo de confianza. Sus pocas posibilidades de ganar las elecciones se reducen cada día. Los beneficios de renunciar a la candidatura también disminuyen cada día, pero al menos todavía son beneficios.
Robert Brockmann es historiador.