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El Compás | 02/04/2020

Una sociedad, ningún Estado

Fernando Molina
Fernando Molina

La trágica muerte en La Paz de un hombre mediana edad y sin dolencias crónicas, que no recibió la atención médica que necesitaba para combatir la infección del coronavirus, nos ha topado de nuevo contra una vieja realidad politológica: Bolivia es una sociedad, no un Estado.

Es una sociedad fuerte porque está estrechamente organizada en un denso tejido de relaciones interpersonales y corporativas; en “grupos de interés” que hoy se manifiestan frente a la epidemia como siempre lo han hecho: para precautelar sus propios asuntos. En particular, las organizaciones médicas y sanitarias, que defienden a sus afiliados de la onerosa tarea que estos deberían cumplir (pero que ellos tratan de evitar “hasta las últimas consecuencias”), que es la atención de la población contagiada con el coronavirus.

¿No se ha dicho a veces que el corporativismo egoísta es un exclusivo defecto de indios y plebeyos? Pues véase a estos “doctores” y, además, “especialistas”; véase a los representantes “jailones” de las clínicas privadas, actuando como cualquier sindicato de cantón rural: presionando para zafarse de su responsabilidad, romper la ley y anteponer su bienestar al bien común.  

Estas cosas son posibles porque, simultáneamente, el Estado brilla por su ausencia. El Estado, entendido hegelianamente como la manifestación del espíritu trascendente y, por tanto, sujeto desinteresado y general. Como se sabe, G.W.F. Hegel creía que el Estado era el logro máximo de la civilización y fuente de “lo humano”, de la vida social y cultural. Posteriormente, Karl Marx le enmendaría la plana diciendo que el Estado no era la fuente, sino el reflejo de la sociedad. Ambos tenían algo de razón.

No cabe duda de que la patética debilidad del Estado boliviano está determinada por su opuesto: la desembozada fortaleza de las corporaciones bolivianas. A lo largo de la historia, estas han logrado despojarlo de todo contenido no corporativo o de proyección general: lo han vaciado (o fagocitado) para mejor aprovecharse de él.

Causalidad histórica: Una élite contrahecha, étnica antes que económica, que buscó encerrarse en un gueto en lugar de tratar de estructurar la sociedad en la que vivía, que se redujo a la condición mezquina de grupo corporativo; una élite así solo fue capaz de crear un Estado igualmente contrahecho y corporativo. Las contra-élites, por su parte, cantaron loas al “Estado fuerte”, pero cuando llegaron a gobernar impulsaron a la sociedad contra el Estado, como exigía la verdadera correlación de fuerzas en la que debían actuar. Incluso cuando agrandaron al Estado, lo hicieron para ponerlo al servicio de la sociedad (del partido, del grupo económico, del sindicato) y no para independizarlo de ella. 

¿Hoy podemos quejarnos de que el Estado boliviano no pueda protegernos de la epidemia? ¿Cómo, si ayer participábamos, por una u otra vía, de su cuoteo y “prebendalización”…? 

Hay que darle a Hegel la parte de razón que le corresponde. Cuando el (verdadero) Estado nace, es una valiosa fuerza civilizadora (su potencia se expresa incluso cuando lo gobiernan los representantes de los grupos de interés, digamos un Trump). El Estado es la única maquinaria capaz de llevar a la práctica las ideas, las aspiraciones, la ciencia constructiva y la voluntad de enmienda de los seres humanos. Es el instrumento de la libertad de estos (aunque en ocasiones también pueda ser, reverso siniestro, la garantía de su opresión).

La vida en una sociedad sin un Estado real es posible. Pero es una vida peligrosa, según nos muestra el desesperado momento por el que pasa el país. Sin Estado –dijeron Thomas Hobbes y John Locke–, viene el “estado de guerra (civil)”. Sin Estado, todos pueden hacer todo, pero no se puede “hacer el todo”. Sin Estado, no solo el rey anda sin ropa; todos estamos desnudos.

 Fernando Molina es periodista y escritor



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