El pasado jueves debía haber comenzado el juicio oral en contra de la ex presidenta constitucional Jeanine Áñez, proceso en el que, en sus diferentes versiones, jueces, fiscales, autoridades de gobierno, asambleístas del MAS, han violado sistemáticamente los derechos reconocidos por la Constitución Política del Estado y todo el marco legal vigente.
Pero, como parte de las irregularidades el juicio oral ha sido postergado y lo único que ahora queda es esperar que los jueces que deberán tramitarlo recuperen algún sentimiento de dignidad y obren conforme a ley. ¿Ocurrirá? Si así lo hicieran la exmandataria debería salir libre, y eso el ex presidente fugado no aceptaría.
A mi entender, ahí radica el problema. Áñez es la prueba palpable de que Morales fugó, junto a su entorno más íntimo, buscando, además, crear un vacío de poder que, de acuerdo a sus cálculos, le permitiría recuperar el poder. Pero, impidieron ese objetivo la lucidez que ese momento recuperaron los dirigentes políticos, hombres y mujeres, incluidos algunos del MAS, la decisión de la ex mandataria de preservar la sucesión pacífica del poder y el aporte pacificador de la Iglesia católica y la Unión Europea, con el concurso de algunos representantes de la cooperación internacional.
Por ello, la figura de Áñez es un permanente recuerdo de la actitud del ex mandatario y su entorno, que abandonaron a sus seguidores a quienes, para peor, les pidieron seguir resistiendo, y aparentemente hay la decisión de mantenerla como objeto de venganza. Es decir, no se trata de hacer justicia sino de mostrar el poder que se ostenta y provocar miedo en la gente.
Qué diferencia de lo que sucedió en 1982, cuando bajo el mando de Hernán Siles Zuazo comenzó el proceso en contra de los miembros de la Junta Militar que emergió del cruento golpe de Estado del 17 de julio de 1980. Se los procesó, bajo la dirección de Juan del Granado, respetando el debido proceso y fueron sancionados conforme a ley. Incluso el ex dictador fugó a Brasil, de donde fue extraditado.
Ese procedimiento fue, además, un factor de legitimación del sistema democrático y el estado de derecho, por un lado, y también pedagógico porque era uno de los principales indicios de que el país había ingresado en otra etapa en la que se iría construyendo un andamiaje democrático y que el sentimiento que predominaba no era de venganza o escarnio, sino de búsqueda de justicia.
En ese sentido, salvo que la sentencia que salga sea la liberación de la ex mandataria constitucional, lo que decidan los jueces y fiscales no tendrá validez moral y jurídica, y más bien será otro antecedente para demostrar el estado de putrefacción en el que se encuentra el sistema judicial.
Además, hay otra diferencia en las consecuencias que tuvo el juicio a los dictadores de 1980. Las sentencias ayudaron a recuperar, de alguna manera, fe en el sistema democrático y en la posibilidad de responder desafíos estructurales con diálogo. En cambio, el proceso contra Áñez aumenta la desconfianza y el sentimiento de indefensión de la ciudadanía, situación que dificultará aún más la posibilidad de enfrentar en mejores condiciones la profunda crisis integral que el país atraviesa.
En esta línea, habrá que seguir el desarrollo del juicio oral en contra de Jeanine Áñez y convertirlo en un espacio de unidad ante al avasallamiento de los derechos ciudadanos. De hecho, en nuestra historia cada hito democrático fue precedido de una amplia movilización social contra el abuso sin límite de los inquilinos del poder.
Juan Cristóbal Soruco es periodista