Desde la prehistoria, la especie humana ha cazado para subsistir, y la muerte es parte inevitable de la caza. Es decir, desde que es sapiens e incluso antes, los homos matan para subsistir. En realidad, deberíamos decirlo en tiempo pasado: el hombre primitivo cazaba para comer. Sin embargo, con el desarrollo de la agricultura, la apicultura, la ganadería, etc., el hombre puede subsistir con otros alimentos, pero la carne animal ha seguido siendo parte esencial de la dieta de muchas personas y cuando los carniceros entran en huelga, se desata la crisis.
Los hombres siguen matando para comer, excepto por los vegetarianos como Einstein, Kafka, Pitágoras, Tolstoi, obviamente Ghandi y muchos otros, célebres o no. Voltaire no probaba carne por no comer a sus semejantes, Leonardo da Vinci no lo hacía porque no quería hacer de su estómago un cementerio, y Miguelito, el amigo de Mafalda, exclama davincianamente “¡mamá, hay un cadáver de pollo en el refrigerador!”.
Más violento que matar es matar con tortura; es decir, haciendo sufrir. Esto es lo que sucede a diario en mataderos vacunos y porcinos. No seré el primero en hacer notar este hecho a los animalistas que defienden el derecho de los animales de no sufrir crueldad, pero ninguna objeción les impide comerse un fricasé o un ají de lengua. Algunos de ellos se rasgan las vestiduras y echan gritos al cielo e improperios en FB cuando aparece el video de un hombre golpeando a un perro; como si golpear fuese peor que matar o ¿hay una diferencia entre el sufrimiento canino y el vacuno?
Es mayor la reacción colectiva ante el dolor de perros y gatos que ante el de las vacas, gansos y cerdos. El lobby de los primeros ha sido sin duda más efectivo y sus derechos mejor consolidados, mientras que los otros están lejos de nuestras miradas y la distancia crea indiferencia: ojos que no ven… Pero quien ha crecido entre ellos lo ve de otra manera. En un artículo reciente sobre el sufrimiento causado a los animales en la industria de la carne, Nicholas Kristoff (NYT |12|04|25) dice “criado en una granja con ovejas, vacas, gallinas y otros, sé que ellos son animales con personalidades no muy distintas de nuestros perros y gatos”, y relata:
“El sacrificio de cerdos puede salir mal, provocándoles una lenta asfixia (…). A veces los pollos mueren escaldados en agua hirviendo” (…). “He mirado a los ojos a vacas que podían sentir cada tajo del cuchillo mientras les cortaban las orejas y les despellejaban la cara. Los trabajadores las sujetaban y ellas jadeaban y luchaban por alejarse del dolor”. Y nos ofrece esta reflexión: “Si torturas a un animal, te detienen y te consideran un sicópata. Pero si maltratas a miles de animales en un proceso industrial, te felicitan por tu habilidad empresarial”.
Similar contradicción hay entre comerse un pique a lo macho sin remilgos de conciencia e insultar al dueño que golpeó a su perro o pedir cárcel para la anciana carnicera que mató al que le robó un pedazo de carne. ¿Por qué se condena más a ese hombre que al padre que da un lapo a su hijo? (por no hablar de otras violencias domésticas acompañadas de tortura sicológica). Ninguna de esas violencias es aceptable, pero deberíamos hacer distinciones coherentes.
Cuando el suculento bife llega a la mesa con vestigios de sangre –a la inglesa, como se lo suele pedir– o la carne viene prendida a un hueso en forma de letra, es todavía posible recordar que esas fibras y esa grasa fueron parte de un animal de carne y hueso (valga la figura literal), pero hay que esforzarse mucho para asociar los pedazos bien tostados de un chicharrón a los chillidos del cerdo que fue sacrificado para que lo disfrutes.
El elemento clave en esta discusión es que la crueldad denigra al que la sufre y al que la ejerce, y lo condenable es el acto de causar sufrimiento sin necesidad. Aquí la cuestión ofrece bifurcaciones a partir de lo que es sufrimiento y lo que es necesidad. ¿Son iguales los sufrimientos de una mascota canina, de una vaca, de un canario o de una rata o hacemos distinciones de grado que nos permiten condenar unos y justificar otros? Si el acto moralmente condenable es causar sufrimiento, no debería haber diferencias entre un animal y otro. O ¿unos animales son más iguales que otros?
¿Muere con más dignidad un toro, que en la corrida tiene la posibilidad de usar sus cuernos para matar él también, que una vaca indefensa en un matadero sucio? ¿Podemos aplicar el concepto de dignidad a un toro? Cuando lo vemos entrar fiero y bufando al ruedo y nos ponemos en el lugar del pequeño torero que lo va a enfrentar en traje de luces, parece que el toro será la estrella del espectáculo, pero esta ilusión dura lo que tardan en aparecer los lanceros que se encargan de herirlo para que la lucha sea desigual.
Así está organiza la tradición. El torero tiene solo una capa y el toro sus temibles cuernos y muchos kilos de músculos más, pero ya está debilitado, sangrando. Si el toro tuviera la conciencia que se requiere para tener dignidad, tendría que saber que sus huesos terminarán en un matadero y su lomo en un plato, por digno que sea su papel en la lucha, por cara que venda la cervical para la estocada final.
¿Hay consuelo o justificación en el sufrimiento que se impone a ratas, ranas, conejos y monos en los laboratorios para que avance la ciencia que nos permite desarrollar métodos de cura o simplemente el conocimiento de la biología animal, y por extensión la nuestra? ¿Cuánto sufren los animales cuando son sometidos a juegos, pruebas y cirugías, incluso con el cuidado que tienen la ciencia moderna de no imponerles más sufrimiento que el estrictamente necesario? ¿Son estos animales mártires que no califican para la santidad?
A los ambientalistas les gusta hablar de la huella ecológica de cada uno, medida por la cantidad de gases de efecto invernadero que producen nuestras actividades. De manera similar se podría hablar de una “huella cárnica”, medida, digamos, por la cantidad de animales que tuvieron que ser sacrificados para que disfrutes de las parrilladas con los amigos durante toda tu vida.
Haga cada uno la ecuación como quiera, pero al final de las cuentas, de una u otra manera se ignora el dolor animal cuando es para beneficio humano, en la gastronomía, el transporte, el deporte, la agricultura y en la ciencia, muchas veces con grados de sufrimiento que si fueran aplicados a un ser humano serían tortura, con la diferencia de que el animal solo podría decir que en su próxima vida querrá ser humano (en el primer mundo) o al menos aristogato.
No escribo esto para publicarlo en viernes santo, ni para disculpar la crueldad de aquel dueño y todos los demás que golpean a sus perros o caballos sin necesidad, y tampoco para que se sientan mal los padres que deben dar a sus hijos proteína animal para su crecimiento, sino para poner el acento en la coherencia; recordar que para que ese asadito llegue al plato, se ha derramado sangre y se ha causado más sufrimiento que el de aquellos golpes que tanta indignación han provocado. Solo un vegano puede condenarlos.