No creo en señales del más allá, en experiencias
extrasensoriales ni en signos premonitorios. Pero el 31 de mayo de 1989, cuando
sonó el teléfono muy tarde en la noche y escuché el leve sonido que indicaba
que la llamada era internacional, supe que mi hermano había muerto. El corazón
me dio un vuelco. Sentí, de inmediato, en la garganta, una tenaza que casi no
me dejaba respirar. Cuando escuché, del otro lado de la línea, que alguien me
hablaba en inglés, solo confirmé mi presagio con terror.
No tuve que esperar a que, penosa y tristemente, esa remota y anónima voz me explicara sobre el accidente, para yo saber que Juan José ya no estaba con nosotros. Justo pocos días después de que terminara el colegio y una semana antes de que volviera a La Paz. En una fracción de segundos, después de escuchar ese leve “piip” de la llamada internacional, supe que mi hermano había muerto, que mi vida y la vida de todos cambiaría para siempre y que yo no tendría conmigo a mi yunta nunca más.
Todo lo que vino después es indescriptible: la angustia de todos, los apresurados llamados telefónicos, la ansiedad en niveles insoportables. En mi mente los recuerdos se suceden solo como imágenes sueltas: mi madre que se desmaya y despierta sucesivamente en el pasillo de mi casa; mi padre pálido y desencajado que no cree en la noticia, que quiere ir a EEUU porque su hijo está allí, vivo; los ojos llorosos de amigos y familiares; los gritos, el llanto, la confusión, la desorientación.
Las noches eran para mí larguísimas, interminables. Era el momento en el que procuraba derrumbarme y trataba, pero infructuosamente, de que mi cerebro entendiera completa y totalmente lo que había sucedido.
Me costó mucho que ello ocurriera. Mucho tiempo, quizás casi un año. Es que mi luto fue posterior al del resto. Por una responsabilidad autoimpuesta, yo pensé que mi mejor rol frente a mis padres era mantener una cierta calma, una presunta tranquilidad, una suerte de fortaleza que los ayudara a ellos a fortalecerse. Un natural mecanismo de defensa, sumado a ese simular permanentemente, hizo que yo no comprendiera totalmente los sucesos.
Pero poco a poco, especialmente en las noches, como ya he dicho, se aclaró para mí la espantosa realidad: mi hermano había partido para siempre y debíamos acostumbrarnos a su ausencia. Para siempre. “Para siempre” es un concepto que, cuando finalmente ingresa en la mente de una persona, causa un efecto demoledor.
Con los años todos hemos aprendido a vivir sin él. Con mayor o menor grado de resignación hemos colocado su recuerdo en diferentes lugares de nuestros corazones. Pero hoy te extraño como el primer día.