Es posible que nos pasemos la próxima década, y
más tiempo, interpretando lo que acaba de pasar en Bolivia y todavía no ha
acabado. Así lo determina su importancia como expresión del fondo social del
país, en el sentido fuerte de
Zavaleta, que, como se sabe, consideraba la crisis como el momento de
conocimiento de la realidad profunda de una sociedad.
Creo que la clave explicativa de los sucesos últimos, del poderoso levantamiento de las clases medias urbanas que derrocó al gobierno, es la lucha étnica.
En estos días algunos dicen, con bastante cinismo, que fueron capaces de prever que el orden evista se derrumbaría y que las clases medias serían lo suficientemente fuertes como para provocar este derrumbe. Lo cierto –tonterías aparte– es que el único estudio que dio una pista sobre el cambio acontecido en las clases medias, ese cambio que les haría superar su carácter voluble y timorato y las lanzarían a la revuelta en contra de Evo Morales, fue el coordinado porRafael Loayza: Las caras y taras del racismo: segregación y discriminación en Bolivia (Plural, 2018). Esta investigación descubrió que las clases medias bolivianas se habían transformado en la última década, pues habían desarrollado una suerte de consciencia étnica.
Loayza concibió este estudio después de presenciar un enfrentamiento, en Calacoto, entre choferes indígenas, que querían pasar, y vecinos que bloqueaban la calle para que se ejecutara el paro cívico convocado en el segundo aniversario del 21F. “Así, mientras los indígenas estaban dados a la tarea de contener y evitar el avance de los nuevos marchistas y bloqueadores –ahora, en la posición conservadora de defensa del gobierno de turno y sus medidas antipopulares (cómo ignorar el mandato del referéndum de 2016)–, quienes alentaban esta vez la ‘revuelta popular’ eran los más conspicuos representantes del bienestar social en Bolivia, los castellanohablantes de ascendiente español, ‘blancones’ y ‘bien vestidos’” (pág. 18). Casi dos años después, estos enfrentamientos se multiplicarían y agravarían al punto de poner en riesgo la viabilidad democrática de Bolivia.
No solamente llamó la atención de Loayza la mencionada inversión de papeles; también lo hizo la relación que ambos grupos establecían entre sí, una relación de inferiorización racial mutua. “Las personas enfrentadas en la esquina de mi casa actuaban encajadas en los prejuicios que alentaban a través de sus arengas, y parecían emerger como una especie particular de personas, distintas por el color de su tez, sus ropas y sus modelos de hablar el español, que estaban orgullosas de ser singularizadas... como q’aras (sic) y t’aras” (págs. 18-19).
El empoderamiento étnico de los indígenas ha sido un proceso de largo aliento, cuyo tramo último podemos datar entre 1992, año en el que se cumplieron los 500 años de la conquista española de América, y la actualidad. El empoderamiento étnico de los blancos (es decir, de quienes “funcionan” como blancos, sin importar si calzan perfectamente o no con esta categoría) se remite a la llegada al poder de Evo Morales y su “proceso de cambio”. Loayza lo explica así: “El mandatario y su talante indígena, que es explotado por el discurso político oficialista como una de las condiciones esenciales de su liderazgo, ha ideologizado a ‘t’aras’ y ‘q’aras’, y (esto) está revelando que la socialización política está profundamente marcada por características étnicas y raciales... la llegada de Evo Morales ha ideologizado también la base de identidad de los ‘ningunos’, lo que ha generado tiesuras que hacen que los ‘castellanohablantes’, aquellos que preferían otrora no tener afinidades de ascendiente étnico por el pudor de asumirse como españoles puros... hoy están meditando su identidad también en términos étnico-raciales” (págs. 29-30).
Los “ningunos” son los que, en los censos, no se incluyen en ninguna de las etnias bolivianas, es decir, son los “no-indígenas”. Pero esta identidad puramente negativa, señala Loayza –y lo hemos comprobado durante la crisis actual–, se tornó hace algún tiempo una identidad afirmativa: ser no-indígena, puesto que para el discurso del proceso de cambio equivalía a ser racista, discriminador y vendepatria, comenzó a ser reivindicado por ciertos grupos sociales, tanto en sociedades mayoritariamente no-indígenas, como Santa Cruz, cuanto en determinadas zonas no-indígenas de La Paz, como la Zona Sur.
Al final, se produjo una rebelión de esta facción contra un hecho que la existencia, el discurso y el tipo de personal del gobierno del MAS le recordaban contantemente: que era una parte minoritaria de la sociedad y que los privilegios que había heredado estaban asociados a la opresión y, por tanto, a la culpa. En contra de esta representación, sus miembros se reivindicaron como verdaderos bolivianos, embanderándose con la tricolor y enorgulleciendo de su idiosincrasia (su fe católica, sus formas de vida y de socialización, inclusive el hacer “bloqueos con pitas” y poniendo lavadoras y mecedoras viejas en el centro de las calzadas).
Bajo Evo, “los ‘ningunos’ se sintieron segregados. Sintieron que su fenotipo valía menos”, me dijo Loayza en una entrevista que le hice hace poco. En opinión de este académico, esta sensación explica la fuerza, la radicalidad y la persistencia de la movilización de las clases medias. “Lo que hemos visto fue un enorme movimiento de reivindicación, en el que los ‘ninguno’ reclamaron un espacio en el país, un espacio que sintieron, con razón o sin ella, que el MAS les había quitado”, señaló.
El que esta haya sido –y sea todavía– una lucha étnica, explica que cada “ejército” se mantenga compacto por su odio al “enemigo” y por la prohibición de disidencia interna. Por eso, en este momento, las redes sociales hacen escarnio público y piden sancionar a los masistas blancos (implícitamente, amigos de los indígenas), y en cambio ignoran a los masistas indígenas, considerados individualmente. Del mismo modo, los actuales ataques indígenas tienen como uno de sus objetivos a Soledad Chapetón, la alcaldesa de El Alto, por no pertenecer al MAS, y a otros indígenas que, según ellos, se sumaron a las fuerzas cívicas que derrocaron a Evo.
El carácter étnico de la lucha también explica el papel que tuvo en los conflictos la wiphala, que sirvió como bandera de los indígenas y, esto es lo importante, fue ondeada por los vecinos no-indígenas como señal de paz, para evitar saqueos y daños a sus propiedades. ¿Qué intentaba significar un no-indígena al enarbolar la wiphala? Que no era un q’ara (en sentido fuerte), que, por tanto, no estaba en guerra contra los indígenas.
Un reconocimiento indirecto del carácter étnico del enfrentamiento nacional lo acaba de hacer el ministro de Gobierno, Arturo Murillo, quien declaró: “Dicen (los dirigentes del MAS) que ‘los q’aras les van a quitar’… No, los q’aras les vamos a dar más…”.
Por supuesto, la conflictividad étnica, con ser la clave explicativa del derrocamiento de Morales, no agota la explicación de este. Como dice el estudio de Loayza, en torno a los valores étnicos de los “ningunos” orbitaban otros como el republicanismo –en oposición al Estado Plurinacional– y la alternancia –en oposición a la constante reelección–, que, junto con aquellos más nucleares, conformaron un sistema de atracción ideológica hacia el que confluyeron varios sectores populares, sobre todo de Potosí, sin cuyo concurso el triunfo de los castellanohablantes urbanos no hubiera sido posible. Estos sectores se movilizaron por diversas razones, desde las de orden económico (como el aumento de las regalía de la explotación del litio) hasta las de orden político-general, como el repudio a la “dictadura”. Hace falta investigar si los potosinos y otros sectores populares se unieron a las clases medias porque compartían las mismas ideas republicano-liberales, o porque, pese a su fenotipo, no se sentían indígenas sino parte de los “q´aras discriminados por Evo”. Parece evidente, en todo caso, que nada hubiera sido tan grave si el expresidente, aquejado de narcisismo, no hubiera tratado de mantenerse en su puesto a toda costa.
Fernando Molina es periodista y escritor.