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Sin embargo | 01/11/2024

Sobre el alma de ciertos políticos

Jorge Patiño Sarcinelli
Jorge Patiño Sarcinelli

La palabra “desalmado” me gusta; es un buen sinónimo de malo, con más sonoridad para hacerle juego al calificativo, pero es contradictoria en su etimología. Si alguien no tiene alma, ¿cómo se va a ir al infierno; lugar donde merece encontrar su morada definitiva?

Negarle alma a un malo está asociada a la creencia de que ella es nuestra parte semejante a Dios. “En aquellos aspectos en que el alma es distinta de Dios, es también distinta de sí misma”, dice Santa Teresa, generalizando su conocimiento directo de una sola alma.

La ciencia requiere más evidencias empíricas que diálogos con Dios y ha inventado la sicología; es decir, el estudio del alma, en su acepción original. Hoy, para no comprometerse con su existencia, prefiere llamarse “ciencia que estudia la mente y el comportamiento” (y la mente a través del comportamiento, habría que precisar).

Llamémoslo espíritu, alma, mente o simplemente interior, eso, que no sabemos dónde está ni de qué está hecho, nos plantea el desafío de conocerlo viendo solo sus manifestaciones. Pero eso es lo que más nos interesa conocer, ya que el cuerpo mortal de las fotos es solo “la vasija que aloja el alma en su paso terrenal”; y que más adelante dejará atrás, rota.

Para los que no creen en el alma, la forma más concreta de esa entidad elusiva es la personalidad; es decir, el conjunto de las reacciones que tenemos a los estímulos externos e internos. En esto nos diferenciamos unos de otros, los malos de los buenos y algunos políticos del resto, y lo que más despierta el interés colectivo es la de aquellos personajes –políticos, sobre todo– cuyo comportamiento nos parece que huye de tal manera a lo que llamamos normal, que desafía nuestra comprensión. Mientras que Arce parece un tecnócrata del montón, sin mucho interés para la sicología, no diríamos lo mismo de Evo, Trump o Milei. Los perversos son lo que más queremos entender.

El hecho de que Evo sea un hombre de poca educación con inclinaciones deplorables podría hacer pensar que su sicología es trivial, comenzando por su narcicismo o su megalomanía, trazos que cualquier sicóloga improvisada podría identificar. Puede ser, pero siguiendo la recomendación de los siquiatras de no hacer diagnósticos sin un examen del sujeto, me abstengo.

Trump es otro de quien muy fácilmente se puede decir que es narcisista y megalómano. En lo demás, comenzando con la edad que buscan en las mujeres y otras características menos manifiestas, sus personalidades son distintas, lo que pone en evidencia cuán difícil es caracterizar una personalidad por uno o dos de sus trazos. “Patologizar a los líderes políticos que nos desagradan no es algo encomiable” dice Ezra Klein en un artículo reciente del New York Times titulado “What’s wrong with Donald Trump?” (“¿Qué le pasa a Donald Trump?”).

No creo que Evo tenga una personalidad trivial, pero como no creo que vaya a sincerarse en el diván ni existen las sicoautopsias, nos quedaremos sin saber cómo es realmente ese hombre. Me refiero a sus oscuros laberintos interiores.

Admito que me fascina la perversidad de Trump, como a muchos que han dedicado artículos y libros analizando al individuo. Tampoco creo que se lo pueda conocer realmente sin una sesión en el diván, pero el hombre es –¿qué duda cabe?– un bicho muy raro, por el que votará la mitad de su país, sin que la otra mitad siquiera entienda cómo se pueda elegir presidente a un hombre con un prontuario tan florido.

Para discutir la personalidad del Trump, Klein, arriba referido, usa el esquema OCEAN (por sus siglas en inglés) que se basa en cinco características de la personalidad: apertura a la experiencia, conscientiousness, extroversión, amabilidad y neuroticismo. He dejado una palabra en inglés porque no le he encontrado una traducción satisfactoria. Se refiere al empeño que la persona le pone a hacer bien las cosas (y el peso de hacerlas mal, supongo). Podríamos usar meticulosidad.

No voy a discutir su aplicación, sino rescatar dos cosas importantes de ese método y otros similares. La primera es que cada una de esas variables es un rango en el que cada persona caen en algún lugar de la escala. Es decir, las combinaciones de variables que definen una persona son infinitas; lo que confirma la inagotable multiplicidad de lo humano. Las categorías que se usan habitualmente son solo aproximaciones útiles.

La segunda es que las características no son independientes y lo que puede ser un defecto está muchas veces asociado a una virtud. “Algo que he aprendido con los años es que los puntos fuertes de cada persona son también sus puntos débiles”, dice Klein. Y viceversa, podríamos decir, poniendo en evidencia que la perfección (un atado de virtudes sin contrapesos) no existe.

Ya que estamos en las comparaciones, Javier Milei es también alguien que invita a la especulación sicológica. Sobre sus políticas económicas, la realidad todavía no se ha pronunciado, pero la vulgaridad y ferocidad de su lenguaje, ya proverbiales, lo ponen en la misma categoría que Trump. En ambos casos, es difícil decir cuánto es histrionismo calculado y cuánto son demonios descontrolados.

El siguiente párrafo de Trump es ilustrativo de la deriva del discurso político de estos líderes hacia una agresividad irracional:

“Demoleremos el Estado profundo. Expulsaremos a los belicistas de nuestro Gobierno, echaremos a los globalistas, expulsaremos a los comunistas, echaremos a la clase política enferma que nos odia, derrotaremos a los medios que emiten noticias falsas y liberaremos a Estados Unidos de estos canallas de una vez por todas”.

Con todo, este lenguaje es “políticamente civilizado” comparado con el usado por los republicanos en su reciente convención del 27 de octubre, donde en una especie de circo se turnaron a proferir insultos contra latinos, mujeres y otros, que mi director no me permitiría reproducir aquí. Al respecto, un análisis del New York Times (29|10|24) dice:

“El uso de palabrotas por parte de Trump ha aumentado. Él, que ahora tiene 78 años, no usó tanto ese lenguaje durante los últimos meses de la campaña de 2020. Algunos expertos señalan que el aumento de su blasfemia es un ejemplo de ‘desinhibición’, un rasgo que a menudo se encuentra con el envejecimiento”.

Solemos asociar desinhibición a los borrachos y mesura a los ancianos. Me permito cuestionar esta asociación que hacen los expertos. Trump es un grosero nato, cuya “desinhibición” es fruto de su necesidad de agradar a un segmento de sus seguidores sediento de sus groserías. Dice la misma nota:

“Este lenguaje viene con testosterona. Los hombres de verdad usan palabrotas. Trump es un hombre de verdad. Lo que quieren sus seguidores para presidente es un hombre de verdad”. Y un populista de verdad dice lo que sus seguidores quieren oír.

A pocos días de las elecciones, este villano desalmado, mentiroso, misógino, vanidoso, fanfarrón, antipático y fascista está a punto de ser elegido presidente del país más poderoso del planeta, vaya uno a saber con qué consecuencias. 



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