Después de la publicación hace unas
semanas de mi artículo sobre Barbie y el rosado, una amiga me hizo conocer el
“Librito de los colores” de Michel Pastoureau, un historiador dedicado al tema.
Excepto por algunos ejemplos adicionales que inserto en esta columna, lo que
digo lo he sacado de ese precioso libro. No me atribuyo originalidad y si no
pongo comillas es porque uso mi propia redacción para dar cadencia al texto.
Comencemos con el azul. En un color que no produce rechazos, excepto ahora en algunos sectores de nuestro país. Lo asociamos a la tristeza, a una forma de jazz y al bienestar en serenidad. Hay azules y azules: el celeste de la albiceleste, el de Prusia, el del cielo paceño en invierno y el azul profundo patentado por el pintor Yves Klein.
Hasta finales del siglo XIX, este color era despreciado como anodino, quizá porque estaba en dos grandes espacios visibles: el cielo y el mar. Desde entonces, sin embargo, ha habido un surgimiento de este color hasta convertirse en el preferido de personas y entidades. Tanto en el vestir, comenzando por el universal blue jean, el azul es el color que más gusta. Algo similar sucede con los logos empresariales e institucionales. Entre las banderas nacionales, sin embargo, el azul y el celeste juntos pierden contra el rojo 96 a 158. La sangre de los héroes le gana al cielo y al mar.
Pasemos al rojo, el de los Colorados de Bolivia, de la sangre, del corazón y del amor, el del ocaso y del STOP, del diablo y del comunismo (no por diabólico, sino por un episodio en la Revolución Francesa). Solía ser el de las uñas, los labios pintados y las indiscretas marcas que dejaban. Es un color que jamás pasa inadvertido en vestidos, autos o palabras.
Después de siglos de blancos papales, es el color de los cardenales que presumen lujo en una Iglesia que dejó atrás los votos de pobreza. Las novias en Europa solían casarse de rojo hasta el siglo XIX. Era el color del amor. El blanco de la pureza, que se impone después, no tenía importancia en una época en que la virginidad no la tenía tanta.
Entre los griegos antiguos, el rojo era uno de los tres colores sagrados asociados a las tres fases de la luna, junto al negro y al blanco. Está el rojo en la Caperucita y, junto a los otros dos, en Blanca Nieves (manzana roja y bruja negra).
Pasemos al blanco. Es el color de la pureza y de la santidad, de la vejez y de la paz, de lo fantasmagórico y del Espíritu santo, el más santo de los fantasmas. Puede también ser el color de la ausencia: tener la mente en blanco, dar carta blanca o pasearse en blancas nubes tiene ese sentido. Es el complemento del negro, combinados en fotografía gracias a los negros permanentes del óxido de plata, usado también por los egipcios para pintarse los ojos (como actualmente con lápiz).
El negro es el color de la noche, el más elegante y el de la profundidad insondable. Es color que es negación de luz, el de la autoridad severa, del luto y de la muerte. Se convirtió en el color de la elegancia noble cuando los españoles trajeron de Yucatán el palo de campeche que permite teñir telas con un negro intenso y permanente que hasta entonces no se lograba.
Aunque el rojo sea el color del diablo, el negro es el color más asociado a la maldad: las brujas se visten de negro y los gatos negros son mal vistos por asociación. La magia negra de los nigromantes sirve para malos fines, pero la black magic woman de Santana ejerce otro tipo de magia.
El verde siempre ha sido un color de valoración ambigua y menos fuerte. Es el color del veneno, de la ira y de la esperanza. Su asociación a la naturaleza, que hoy se ha impuesto en la política, solo aparece en el Romanticismo. En la Antigüedad, se asociaban a la naturaleza los colores de los cuatro elementos primordiales: tierra, agua, fuego y aire. El verde es también el color del dinero y por ende de los paños sobre los que se juega.
Ya el amarillo, par del verde entre los colores de simbología más débil, es considerado el menos querido entre las personas. Es el color de la túnica de Judas y por ende de los traidores, pero también de los traicionados. En el teatro se solía vestir a los cornudos de este color para señalarlos. Ni el brillo del sol ha logrado dar al amarillo un mayor rango en la jerarquía de los colores.
Cuando pasamos a lo variopinto, aparecen el arco iris y la bandera del orgullo LGBT de ocho colores: rosado se asocia al sexo, rojo a la vida, naranja a la curación, amarillo al sol, verde a la naturaleza, turquesa al arte, azul a la serenidad y violeta a la espiritualidad. Ahora tenemos aquí la whiphala del orgullo aimara, cuya versión oficial en Bolivia es la del blanco en la diagonal. Sus siete colores simbolizan: rojo la tierra y el hombre andino; anaranjado sociedad y cultura; amarillo energía y fuerza; blanco tiempo y cambio; verde recursos naturales y riqueza; azul el cosmos y violeta ideología comunitaria. Esta es una versión simplificada; la integral requiere un manual de interpretación del pensamiento andino actual.
Esta somera revisión no agota ni mucho menos el tema del papel cultural de los colores, que ocupa un importante lugar en la historia del imaginario universal, del que aquí he dado unas pocas pinceladas occidentales. El propio Pastoureau ha escrito un libro entero sobre el rojo. Como vemos, sobre los colores sí han escrito los autores. Ya podemos, pues, tratar de archivar el viejo refrán.