Las palabras y las acciones, cuando se convierten en instrumentos de un sistema judicial patriarcal, trascienden el lenguaje para transformarse en actos de violencia. Frases como “Tu denuncia no procede por tu culpa”, “A él no le van a privar de libertad” o “Tú tienes responsabilidad por ir a tomar” no son simples declaraciones: son mecanismos de tortura psicológica que revictimizan, deslegitiman y perpetúan un orden misógino.
Estas expresiones evidencian un desprecio flagrante hacia la Ley 348 y la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), pilares legales que exigen justicia toda vez que establecen que el Estado debe garantizar a las mujeres una vida libre de violencia, asegurando acceso a una justicia “oportuna, efectiva y sin revictimización”.
Sin embargo, se ejerce violencia institucional: acciones u omisiones de funcionarios públicos que obstruyen y violencia mediática: difusión de mensajes que estereotipan, cosifican o justifican agresiones contra mujeres.
Un sistema judicial como “verdugo” de Nadia Apaza desnuda la revictimización institucional, la hipocresía de un sistema que protege agresores y castiga a sobrevivientes. La suboficial Delia Delmira Parra, al culparla, y el fiscal Luis Alberto Bayón, al retrasar la imputación de Álvaro Valero (presunto agresor), violaron el Artículo 15 de la Ley 348, que obliga a brindar atención “integral, inmediata y especializada” a víctimas. Este caso no es aislado: refleja cómo la violencia simbólica –aquella que naturaliza la subordinación femenina mediante discursos– se entrelaza con la violencia institucional, creando un circuito de impunidad.
A ello se suman operadoras de justicia, tristemente mujeres que replican el poder patriarcal y machista como la abogada Mónica Irusta, al defender al presunto violador con un discurso que ridiculizó a Nadia, ejemplificando cómo el machismo se reproduce incluso desde roles femeninos.
Además de algunas voces de los propios medios de comunicación que refuerzan la voz de Irusta, incluso cuestionando que una violación pueda llevar al suicidio, desconociendo brutalmente el impacto de la violencia sexual. Según la Organización Mundial de la Salud alerta que las secuelas físicas, mentales y sociales son devastadoras, especialmente para mujeres y niñas, quienes enfrentan además embarazos forzados, abortos inseguros, riesgo de VIH, y un dolor emocional muchas veces irreversible. Minimizar este dolor es perpetuarlo. Esas manifestaciones ejercen también violencia simbólica, porque internalizan la dominación y la vejación hasta naturalizarla.
En este contexto los medios de comunicación corren el riesgo de convertirse en reproductores de estigmas y desinformación, cuando amplifican expresiones como “asistió a un local donde bebió”, “estaba a altas horas de la noche”, entre otras. Como señala la Ley 348 en su Artículo 7, constituyen violencia mediática al responsabilizar a las víctimas y eximir a agresores. La CEDAW insta a los medios a evitar narrativas sensacionalistas y priorizar enfoques de derechos humanos.
La espectacularización de tragedias –como analiza René Girard– genera un efecto mimético que normaliza la violencia y la convierte en un producto consumible, transformando el dolor en espectáculo y erosionando la empatía social. Este fenómeno, amplificado por los medios masivos y redes sociales reduce la agresión contra las mujeres a un relato morboso, despojado de contexto estructural.
¿Hasta qué punto la visibilización de la violencia contra las mujeres funciona como reflexión crítica o, por el contrario, como mecanismo de normalización?. Rita Segato advierte que la sobreexposición mediática, sin análisis de las raíces patriarcales, convierte los crímenes en “escenas de un guion previsible”, donde la violencia se naturaliza como parte del orden social.
Esto no solo deshumaniza a las víctimas, refuerza la idea de que la agresión es un destino inevitable, no un problema sistémico, por ello la CEDAW y la Ley 348 exigen a los medios evitar enfoques que trivialicen la violencia o culpabilicen a las víctimas.
Mientras los titulares reducen a las mujeres a “casos” o “estadísticas”, se invisibiliza su dignidad y se socava la demanda de justicia. La clave, como señala Segato, está en una visibilización transformadora, que desmonte los marcos interpretativos machistas y misóginos y se elimine el morbo, esa a exposición sensacionalista, invasiva o amarillista.
Recuperando el legado de una serie de protocolos para la cobertura mediática de hechos de violencia exige que la cobertura mediática desde el compromiso ético priorice la dignidad de las víctimas sobre el morbo, evitando detalles sensacionalistas que cosifican el dolor. Las palabras no son neutras: construyen realidades y legitiman sistemas de poder.
Cuando un fiscal minimiza una denuncia, un policía cuestiona la vestimenta de una víctima, o un medio de comunicación titula “Feminicidio por celos”, se perpetúa una violencia simbólica que, como explica Pierre Bourdieu, naturaliza la dominación patriarcal. Este sistema no solo asesina dos veces "el cuerpo físico y la esperanza de justicia", sino que convierte a las instituciones en cómplices de una maquinaria de silencio.
La memoria de Nadia Apaza y de cientos de mujeres cuyos nombres se pierden en expedientes archivados, clama por hechos concretos más que discursos fantoches: exige transformar leyes en acciones.
Es urgente que la justicia y los medios de comunicación asumamos nuestro rol con ética, priorizando la dignidad humana por sobre el rating o el espectáculo. No podemos seguir permitiendo que el dolor se convierta en consumo. La cobertura de hechos tan dolorosos como el feminicidio o el suicidio debe ser un acto de responsabilidad social, que honre la vida y el sufrimiento de las víctimas.
Cabe preguntarse ¿los medios informaron sobre Nadia? o usaron su decisión como un tema inquietante para atraer audiencias. ¿El fiscal, los jueces, la oficial de policía, la abogada son conscientes del daño causado?
Patricia Flores Palacios es magister en ciencias sociales y feminista queer.