El Comité Cívico ha jugado un rol protagónico en el
desarrollo de Santa Cruz durante la segunda mitad del siglo XX. Desde lograr
que se haga efectivo el pago de las regalías petroleras hasta la conformación de
las cooperativas de servicios básicos, la entidad que aglutina a varias
instituciones ha impulsado el crecimiento de una región que había sido históricamente
olvidada por el Estado.
Se fundó en 1950 como respuesta a la falta de políticas públicas de parte del gobierno y cuando la ciudad distaba mucho de ser lo que es ahora. Desde su fundación y hasta la actualidad, el Comité se presenta como el defensor de los intereses de la región y “el gobierno moral de los cruceños”. Pero la Santa Cruz que el Comité Cívico cree representar ya no existe y no hay de su parte un interés por entender la diversidad del lugar en el que actúa. En 70 años, la mentalidad del Comité Cívico parece no haberse desarrollado a la par de la ciudad.
Después de conversar con varias personas para tener perspectivas diferentes que fortalezcan este análisis, encuentro al menos tres pilares en los que el Comité asienta su legitimidad. Quizás el más importante sea el discurso simbólico en el que se atribuye la representatividad de lo “cruceño”, que en realidad corresponde solo a una parte de los cruceños: a quienes piensan igual que ellos y están dispuestos a jugarse el pellejo por sus intereses, no a los otros. Este discurso necesariamente implica la negación del otro, el desconocimiento del que piensa diferente y la creación de un enemigo común que según las manifestaciones del último tiempo, vendría a ser el masismo.
Otro elemento clave que justifica su existencia es la carencia de liderazgos, lo que lo convierte en el canalizador del descontento político de algunos sectores. Esto quedó en evidencia cuando en 2017, luego de una marcha en rechazo al fallo que habilitaba la postulación de Evo Morales a la Presidencia, cientos de jóvenes fueron al Comité Cívico a exigir que la institución tome acciones y encabece las protestas. Después de algunos años de decadencia, esa noche el Comité volvió a levantar cabeza y vio nacer una nueva figura: Luis Fernando Camacho, que entonces era vicepresidente y fue quien recibió a los manifestantes ante la ausencia del presidente, Fernando Cuéllar.
En tercer lugar, el Comité no existiría y no tendría la capacidad movilizadora que tiene sin el poder económico que lo respalda.
Sin embargo, ni la falta de líderes ni ser el reservorio imaginario de la cruceñidad ni el poder económico le alcanzan para encarnar la voluntad de un pueblo. El Comité Cívico es una institución que vela por los intereses de una élite económica como si se tratase de los intereses de todos, echando mano del discurso identitario –con frecuencia avivado por lo religioso– que por ahora les funciona.
Tampoco es un espacio inclusivo en el que caben todas las cruceñidades. No tiene una visión integradora que incluya otras posiciones políticas, clases sociales ni a las mujeres, que tienen un comité aparte y están fuera de la toma de decisiones. Creer que una asociación que aglutina a 24 instituciones y que elige a su directorio por menos de 300 votos puede ser la representación de todo un departamento es ficción.
No se los ha escuchado defender, por ejemplo, problemas medioambientales que afectan a la región (excepto cuando fueron útiles para atacar al gobierno) como tampoco se los ha visto manifestarse sobre escándalos de corrupción locales que mínimamente ameritaban una reacción de parte de quien se considera “el gobierno moral de los cruceños”.
Ese es el Comité que la semana pasada organizó un paro cívico, con apoyo de algunos sectores e instituciones públicas, que sólo pudo concretarse mediante el bloqueo de calles y al que calificaron de exitoso pese a que no lograron ninguno de sus objetivos. En la práctica todo sigue igual que antes: no se auditarán las elecciones ni se restituyeron los 2/3 en la Asamblea, al menos no por ahora.
Posiblemente la historia local no pueda entenderse si no se menciona el rol fundamental del Comité Cívico especialmente en sus primeras décadas. Pero el espacio y la moral que ahora creen representar se quedan cortos frente a una realidad que los supera.
María Silvia Trigo es periodista.