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Columna de columnas | 27/05/2024

Recordando la actualidad de “Pueblo enfermo” de Alcides Arguedas

César Rojas Ríos
César Rojas Ríos

“Todo es inmenso en Bolivia, todo, menos el hombre”. Frase lapidaria donde las hubiera. Alcides Arguedas escribe que es “cuestión de visualidad”: en Bolivia es grande la naturaleza, sus montañas, sus ríos, sus llanuras, su flora y su fauna; en contraste con esa majestuosidad aplastante, desmesurada y sorprendente, aparece la pequeñez disminuida de su gente (su única grandeza fueron las hazañas de la independencia y la conquista de su libertad, conseguidas por “hombres superiores a su época y libres de esas pasiones deprimentes… una raza extinguida”).

Esta es su enfermedad radical y está enraizada en el “carácter nacional”. Esta es la conclusión hiriente pero cierta que nos entrega Alcides Arguedas y presenta cuatro causas para explicar ese conjunto humano “enfermo”: la étnica, la regional, la social y la política. Ahora bien, por su vigencia, nos detendremos en estas dos últimas. ¿Cómo retrata Arguedas la política? Antes de entrar en materia, se podría decir que si bien Pueblo enfermo tiene más de un siglo de haber sido escrito (1909-1910), a pesar de esto parece tratarse de un fresco reciente y muchas de sus páginas poseen una vigencia que rezuma turbulenta actualidad.

La política nacional también es de políticos pequeños y, por tanto, presenta un formato rebajado. Un “campo de revueltas y malsana arena (…) es el campo preferido de las naturalezas inquietas y de las voluntades vidriosas. En él se lucha con más vigor que en ningún otro y entran en juego pasiones e ideas, con igual intensidad”. Está dominado por los caudillos y su alto sentido de personalismo, pues “pretenden tener el privilegio de la iniciativa y hasta desconocen y niegan un criterio igual o superior al suyo”. Son presas de la manía de grandeza y, más para la pesadumbre del mal que para el regocijo del bien, poseen un “brío incontenible”, feroz, por lo terrible, avasalladora e implacable de su conducta. Estos caudillos son una especie criolla de “divinidades asiáticas con sus treinta o cuarenta brazos tendidos hacia un solo punto: el tesoro nacional”.

No hay ideales, o esta es la capa superficial, en lo profundo y la fuente de la que se embeben, la búsqueda de satisfacción propia. En realidad, muy bien se podría decir que en Bolivia no hay partidos políticos, sino que se tratan de grupos de interés. “Por eso los partidos políticos, si ponen en sus exaltadas luchas energías avasalladoras, no es para alcanzar el poder como cima de aspirabilidad consciente, sino porque alcanzándolo se satisfacen satisfacciones de toda índole y se da cabida en los negocios públicos a una gran porción del grupo social”. Para ello no escatiman en adular al pueblo y sus partidarios en adular a sus caudillos, aunque esto con fecha de caducidad: una vez que perciben que están de salida, en la fase crepuscular, miran hacia el nuevo astro auroral. “Los hombres cambian de ídolos con veleidad prodigiosa. Hoy uno, mañana otro; y siempre al que está arriba, al que manda” –la suya es una clara sumisión contractual: son serviles con el poderoso para servirse del poder en igual orden y grado–.

Otro rasgo de la política nacional, en la boca de los caudillos y en la letra de la constitución todo sabe a perfección celestial. Los legisladores hablan de un orden y legalidad que no existen; los administradores de un bienestar que escasea; y los militares de unas glorias efímeras. “Al leer tales declaraciones cualesquiera, el más empecinado, no vacila un momento en sostener que la República de Bolivia es la república ideal, que a más alto progreso no llegaría ni la soñada por Platón”. Estas maravillas las reciben los oídos, pero los ojos ven una realidad harto diferente que descubre toda esa “cómica simulación” y esa “perpetua mentira”.

¿Y la oposición? Combate todo lo anormal y chocante cuando está en la vereda de enfrente al Palacio de Gobierno, buscando seducir al pueblo disconforme; pero “al vencer y subir, cae en los mismos yerros y sigue la misma política de complacencias, dudas, faltas meditadas, todo eso, en fin, que hace de Bolivia un pueblo anormal, raro y enfermo del peor de los males: la falta de honradez administrativa”. Para subir, denunciar y prometer; una vez en la cima, olvidar y contravenir. De esta forma, el eterno retorno al mismo descampado de siempre: la penuria y la pena colectivas y colegiadas.

La sociedad boliviana es una asociación disociada: fragmentada, de odiosidad dispersa y hasta de malignidad calculada. Todo ello circula por las venas de ese cuerpo agigantado y sinuoso. No existe una cohesión lograda y tampoco una visión compartida. “No escatiman en adular al pueblo y sus partidarios en adular a sus caudillos, aunque esto con fecha de caducidad: una vez que perciben que están de salida, en la fase crepuscular, miran hacia el nuevo astro auroral.

“La patria no importa nada; lo esencial es el campanario”, es decir, en lo social, cada uno para uno mismo (y los parientes como los amigos), y en lo político, todos para el Uno y el Uno de espalda a Todos. ¿La moral? “Descarriada, porque la gente siente que “engañar al Estado no es engañar a nadie”. Otra de sus particularidades, la sociedad es un universo que gira alrededor del Estado: su fuente de energía y gravitación. No se trata de una sociedad fuerte, con poderosos motores internos, sino casi cobijada y obnubilada por el Estado. “Otra de las singularidades del carácter nacional es la propensión general de alcanzarlo todo mediante la ayuda del Estado”. No es autónoma, sino heterónoma: mira hacia el Estado, para todo y sobre todo, para obtener un empleo (“pasión empleomaníaca”), y es mirada por el Estado, con un sentido de paternalismo y despotismo. Esa marejada de átomos que hacen a una sociedad se presenta como un movimiento de seres pequeños en un mundito de miniaturas.

“Es el medio, que hace así. En toda la vida no ha habido grandes caracteres que se impongan por cualidades de mérito: pobres en ejemplos, somos también pobres en querer: imitamos lo que está al alcance de nuestra percepción”. Un juego de espejos que refleja una feria de alasita humanas. Pocos son los hombres fecundos y casi todos “cometieron el imperdonable error de poner toda su actividad creadora al servicio de pasiones políticas que todo lo marchitan”. Entonces se hace patente la pobreza aspirativa. “Los cerrados horizontes, la vida social monótona, la pobreza económica, obliga a contentarse con poco, a no saber aspirar”. Y esto acarrea otro mal de indudable perjuicio social: la “anulación de las facultades críticas, el sometimiento pasivo, la resignación triste, la complicidad cobarde”.

El poder que se antoja terreno, demasiado terreno, sin embargo, se pretende divino, aspira a no tener contestación humana alguna. La categoría moral de las personas se rebaja y la categoría moral del gobierno se degrada. Una y otra, enfermas, tienen al país siempre a un paso de la sala de terapia intensiva.

En Bolivia, ¿no son inmensos los seres humanos? ¿Somos incurablemente pequeños? Alcides Arguedas escribe que se trata de un tema visual, pues comparado el hombre boliviano con su entorno natural, resulta pequeño porque no hizo de sí ni de nuestro país algo igualmente majestuoso, pero creemos que se trata de nuestras instituciones. Estas son pedestales, levantan a unos hombres por encima de otros, y lo que vemos luce minúsculo. Mediocre. ¿Por qué? La política –campo contra el que también arremete Alcides Arguedas con mil razones–, los partidos tanto de izquierda como de derecha, no miran hacia el bien común, sino hacia el bien propio. Y para alimentar este interés son más funcionales los mediocres y pequeños, que los excelentes y grandes. En consecuencia, el resultado no es un Estado pro-social, sino un Estado mediocrizador y anti-social. De ahí nuestra falta de inmensidad antropológica: el Estado no es una pista para que hombres y mujeres levanten vuelo, más bien es un campo donde se anegan en sus mil pequeñeces y acaban en un réquiem mortecino.

O sea, incapacidad de construir un Estado serio y seriamente entregado a los excelentes, sin mirar su color, su raza, su credo, ni su género. Tomar en cuenta, lo único que de verdad cuenta: una carrera abierta al mérito, dondequiera que se presente, porque el talento se las ingenia para nacer en los sitios más inesperados. Es buena una democracia emparejada con la meritocracia si permite que un grupo cambiante de hombres gobierne y sean precisamente las personas de mérito y no de demérito –una élite constantemente seleccionada, encumbrada y alimentada del seno de una democracia con oportunidades iguales para todos–. Baste recordar que Sócrates fue hijo de una partera, Voltaire hijo de un procurador y Shakespeare lo era de un carnicero. Las sombras humanas si se encumbran, potencian sus alas y por tanto el espacio de sombra; mientras que, si las personas luminosas potencian las suyas, su luz prende, alimenta y la propaga a todos quienes se encuentran bajo su alero.

Permitir que esta verdad se apague no sólo es un atentado de lesa intelectualidad, sino se trata de un suicidio colectivo, porque la gravedad de la mediocridad atrae a todos los cuerpos hacia la bajura y no hacia las alturas del progreso y el desarrollo.

César Rojas es sociólogo y comunicador social.



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