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Sin embargo | 03/01/2025

Que siga la vida

Jorge Patiño Sarcinelli
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La mayoría de las noticias que nos han llegado del mundo este año han sido terribles. Bombas desde el aire y tanques en tierra; mujeres, hombres y niños muertos entre escombros, esqueletos de edificios donde no hace mucho las familias cocinaban, cenaban, jugaban, hacían el amor… ¿Qué han hecho de sus vidas esas personas? No podemos siquiera imaginar lo que es la cotidianidad de Gaza, donde ya no hay agua, médicos, hospitales ni escuelas, donde casi todos han perdido a alguien cercano, o han visto un niño mutilado por las bombas o una niña huyendo del fuego; todos traumados por desgracias que nadie, y menos un niño, se suponía que debían vivir. Y antes que puedan comprender el horror que padecen, sobrevuelan aviones con más bombas y suenan sirenas que alertan que viene más muerte. Todos los días, todos.

Gaza es en este momento el centro planetario de la barbarie. Cuando después de la segunda guerra mundial se descubrieron los campos de concentración y los horrores que ahí se habían cometido y sufrido, la humanidad se preguntó ¿cómo es posible que un pueblo tan sofisticado, que nos ha dado a Bach, Kant y Goethe, haya cometido semejantes crímenes? Hoy, uno puede preguntarse algo similar ¿Cómo es posible que un pueblo que ha sufrido tales barbaries esté ahora cometiendo las atrocidades de Gaza? Quizá no haya respuestas completas, pero lo primero que debemos señalar es que los crímenes de los nazis no manchan a todos los alemanes, ni los del Estado de Israel a todos los judíos. Miles de estos en el mundo –inclusive muchos rabinos que participan en las manifestaciones por los palestinos– están expresando públicamente su indignación por lo que se está haciendo en su nombre.

Se suele usar la expresión “los crímenes del siglo XX” para referirse al Holocausto, el genocidio de Ruanda, Pol Pot, los gulags, las hambrunas chinas e Hiroshima. El siglo pasado ha sido prolífico en barbaries. Ahora estamos asistiendo en vivo en directo al primer crimen del siglo XXI.

Pero Gaza no es todo. En Somalia mueren hoy más personas al día de hambre y por balas somalíes que en Gaza. Son 11 millones los que han perdido o huido de sus casas. En partes de Ucrania también hay esqueletos de edificios donde vivían y eran felices familias que nada han hecho para provocar esa guerra y menos para justificar que un tanque aplaste a sus jóvenes o que una bomba haga añicos sus rutinas domésticas.

No sé cómo se vive en Gaza, si es que todavía podemos llamar eso de vida, pero es posible que los humanos, que siempre encuentran fortaleza vital en las situaciones más desesperadas, estén encontrando la manera de vivir, de amar a sus hijos, de comer lo poco que hay y aprender a dormir bajo sirenas. En Ucrania, dice la noticia: “casi tres años después del comienzo de la invasión rusa, la cultura local sigue vibrando” (Folha de Sao Paulo, 23|11|24). Sí, en situaciones desesperadas, la identidad y la cultura mantienen viva a la gente; y la vida continúa porque no hay otra; como continúa en todos los lugares del planeta donde hoy las poblaciones sufren hambre y violencia. La lista es larga. ¿Y eso es vida? Se pregunta uno. Bueno, sí y no. Sin vivirla, nada podemos decir.

No hago esta reflexión para que mis lectores encuentren consuelo para nuestras desgracias. Cierto, hay colas para el combustible, el dólar se ha disparado, la corrupción es descarada, la Justicia es para llorar y la oposición unida igual será vencida. Con cuatro palos se hace un bote, dicen, pero con cuatro candidatos no se hace un líder. Es deprimente.

“Estamos viviendo tiempos muy desagradables en Bolivia”, dice uno de nuestros más queridos columnistas, quien se ha cuidado de no calificar “la situación en la que nos han puesto nuestros gobernantes” más que de “desagradable”. Él encuentra consuelo para esta nuestra situación en los alegres dibujos de Graciela Rodo Boulanger, otros quizá lo encuentren en la comparación con desgracias más desagradables. Pero aquí también la vida continúa. Los bolivianos somos fuertes, ya hemos vivido cosas peores y no he visto a personas llorando por las esquinas. Es más, las fiestas continúan; Halloween no hace mucho, y anticipo que el próximo carnaval será de los mejores. También se baila para olvidar.

Quienes tenemos el pequeño placer o el privilegio– de poder ir de un lugar al otro a pie o en teleférico y, cuando no queda más remedio, subirnos a un taxi, no nos podemos siquiera comparar con quien necesita combustible para trabajar y para quien esas dos horas de cola en la gasolinera no solo le significan menos horas de trabajo remunerado, sino que le quitan el tiempo que habría tenido para consolarse con el arte que nuestro columnista tan delicadamente valora. A los choferes en las colas se les podría distribuir catálogos de dicha exposición con un “Tomá, consolate con esto”.

Entre los males no muy terribles, pero importantes, que hacen mi vida menos llevadera, es la ausencia de periódicos. Brújula Noticias es un esfuerzo heroico de llenar el vacío que han dejado los medios que han ido desapareciendo; Página Siete el último. Casi no hay día que no me diga, “¡qué mal informado estoy! ¿Cómo puedo escribir sobre “el acontecer nacional” desde esta mi ignorancia?”.

Siendo egocéntrico en mi percepción de los problemas –es lo que más fácilmente me sale- yo siento que la sociedad está fallando en esta ausencia de información. Y no es por falta de plata, sino por falta de generosidad. Ya no hay mecenas, no hay inversionistas visionarios, hay pocos lectores que quieran pagar por lo que reciben y, cuando nos quedemos sin prensa, no vamos a saber siquiera cuán huérfanos de información nos habremos quedado; como una luz que se irá atenuando hasta dejarnos a oscuras o, peor, en la fantasía de una información en la que queremos creer, pero no confiamos.

Así como mi referido columnista encuentra en el arte consuelo para la desagradable crisis que vivimos, yo trato de convencerme de que hay consuelo para la ausencia de la prensa en una deliberada e indolente ignorancia de las desgracias del mundo. Se podría también aplicar a la información el viejo refrán de que la felicidad no es tener lo que uno desea, sino desear lo que uno tiene. Así que, si un día me ven sonriendo por la calle –eso es fácil porque camino a diario– probablemente sea porque haya alcanzado el nirvana de la ignorancia total y no sepa nada de lo que pasa en Bolivia y en el mundo, ni me importe.

Y con esta poco consoladora reflexión despido este aciago 2024 y doy la bienvenida al 2025, deseando a mis lectores y los suyos que este año les traiga salud, prosperidad y alegrías de muchos colores, que vuelvan los dólares, que en los mercados no falten fruta, aceite ni pollos, que no haya colas para el diésel y la gasolina y, sobre todo, que elijamos un nuevo Gobierno mejor que este. Además de desearlo, espero que podamos hacer algo para lograrlo. 



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