“Mi derecho por encima del tuyo” es el hilo conductor que desentraña la complejidad de la vida cotidiana en Bolivia. Un lema, que a primera vista puede parecer simple, revela los intrincados senderos de la interacción social, que desafía las normas de respeto y la ética en una sociedad marcada por la anomía y la distopía, muy lejos del vivir bien.
En este tejido social, se percibe una ausencia de consideración, un rechazo a reconocer la validez de los derechos de personas, configurando una realidad anómica que desdibuja las líneas de convivencia y convierte la coexistencia en una distopía boliviana.
El entramado se teje cotidianamente al negociar derechos por encima de la ley, como cuando un conductor ebrio le arrebata la vida a un joven y talentoso cineasta y la búsqueda de justicia se ve obstaculizada por la protección policial, por un sistema en el que la manipulación de pruebas es moneda corriente, perpetuando el peso de las influencias políticas y económicas, fortalecidas por la corrupción, la prebenda y la injusticia.
“Mi derecho por encima del tuyo” se manifiesta de manera contundente cuando el exmandatario busca su cuarto mandato, enredándose en una maraña de entramados jurídicos y movilizaciones políticas, como episodio que desenvuelve el filo delicado entre la consolidación de la democracia y la estabilidad política, y la amenaza latente de la concentración del poder y el autoritarismo.
A diario fortalecemos la premisa de “mi derecho por encima del tuyo” al transitar por los espacios compartidos, como el ingreso al transporte público, donde la cortesía como un simple “buenos días” o “gracias” parece haberse desvanecido. Tanto pasajeros como choferes estamos inmersos en una dinámica de desconsideración e irrespeto palpable, evidente en la agitación al límite del semáforo, en el amarillo, donde la prisa prevalece sobre la cortesía. Esta actitud se replica en las paradas de transporte público, ocupando estacionamientos indebidos y creando doble fila en calles y avenidas, para satisfacer las necesidad personales, sin importar las normas básicas municipales.
Esas máximas también ciernen sombras de impunidad hasta las altas esferas del poder político, cuando un representante nacional, en un acto execrable, es acusado de extorsionar a una joven a cambio de una fuente laboral o de regatear servicios sexuales de adolescentes para un trío, con pruebas contundentes, de audios, videos y mensajes evidenciando un aberrante comportamiento y una Fiscalía de La Paz, que en un acto de desidia o encubrimiento, se niega a iniciar un proceso de investigación. ¿Por qué? porque los derechos de los poderosos están por encima de las jóvenes a las que se menosprecia su dignidad y sus vidas, mientras que el Estado de derecho se diluye.
O cuando el director de un laboratorio universitario firma un diagnóstico erróneo con consecuencias graves y, al mismo tiempo, ejerce en una clínica privada sin respetar el juramento hipocrático o las normas del servidor público, se desdibuja la vocación de servicio y la integridad que se espera de los verdaderos médicos, vulnerando los derechos de los pacientes.
A esto se suman las micro y macro violencias machistas, evidenciando un primitivismo posmoderno ausente de ética, palpables y preocupantes cuando la justicia libera con pruebas falsas a fétidos asesinos seriales, dejando en la hoguera a personas a quienes se les niega justicia por carecer de poder económico o respaldo político, acentuando la impunidad y favoreciendo a los feminicidas.
La expresión “¿Puedo aprovechar?” se erige como una máxima que justifica desde el quebrantamiento de normas de tránsito hasta prácticas económicas ilícitas, creando una flexibilidad moral que impregna la sociedad.
Una máxima que respalda el contrabando, una paradoja que activa la economía y fomenta el empleo informal; frente a una economía y un aparato productivo frágiles, permite que miles de familias se conviertan en emprendedores en diversas escalas, generando ingresos a niveles micro y macro, tanto para mayoristas como minoristas.
Como sociedad estamos atrapados en un laberinto donde la verdad se ve eclipsada por intereses individuales, que erosionan los derechos humanos, el Estado de derecho, la integridad del sistema judicial, que minan la legalidad y la legitimidad del Estado y sus institucionalidades.
La anomia se ha convertido en una suerte de cimiente societal, con una arista visible como la evasión de impuestos, esa paradoja de seguir alimentando la ilegalidad porque estamos envueltos en una suerte de círculo perverso. Entramado en el que se entrecruzan coimas y el aprovechamiento del trabajo y tiempo ajenos, más allá de toda norma.
Anomia cuando las máximas autoridades gubernamentales celebran como un “récord histórico” la cantidad de remesas que ingresaron al país, obviando el derecho de miles de migrantes, especialmente mujeres jóvenes, que han dejado atrás sus vidas, familias y seres queridos en busca de horizontes más prometedores para superar las dificultades económicas de un país que no les brinda las condiciones necesarias para permanecer. Éxodo que conlleva un costo social desgarrador, marcado por la separación de familias y afectos que resuena a través de las fronteras.