“¡Castrar a los violadores!”. Eso quiere el senador Erick Morón. Para eso está llevando a cabo una recolección de firmas que, según lo anunció, serán presentada en pocos días porque, explicó, no quiere seguir de brazos cruzados “mirando los titulares a nivel nacional donde se palpa la cantidad de violencia y abuso sexual que existen contra menores de edad y mujeres”.
Piensa él que una ley de castración química, cadena perpetua, acumulación de penas para violadores de niños niñas y adolescentes y feminicidios es la manera de pasar de la indiferencia a la acción. Le faltó agregar la pena de muerte con la que de acuerdo a su mirada ultra castigadora podríamos cortar de raíz un mal que daña principalmente a niñas y adolescentes pero de la que no están libres ni mujeres adultas ni varones.
No es, sin embargo la falta de norma la que explica la impunidad y por eso vale la pena analizar una vez más las implicancias de tan temeraria propuesta. Al legislador le parece que endurecer la pena, que de acuerdo a nuestra legislación ya puede llegar a 30 años, es una buena idea. “En uno de los articulados hablamos incluso de cadena perpetua”, ha dicho.
Lamentablemente no es así, estimado senador. En primer lugar porque con la (in) justicia boliviana, donde no hay ley que se cumpla –ahí sí vale la pena ver las noticias– Ud. seguirá de brazos cruzados viendo titulares a menos que trabaje seriamente por reformar la justicia, fiscalizar el cumplimiento de las leyes y pelear por más recursos para prevenir y erradicar toda forma de violencia.
Pero supongamos que el senador está tan desesperado que ha llegado a la convicción que solo castrando a los violadores habrá justicia. La verdad es que toda la evidencia internacional muestra que agravar las penas al punto que él plantea no disminuye la cantidad de esos crímenes y que los discursos punitivistas en general solo sirven para favorecer linchamientos mediáticos y hasta físicos; detrás de ellos subyace la idea equivocada de que el violador tiene problemas con su libido y su sexualidad, cuando el violador lo que hace es abusar de su poder sobre quienes considera débiles: mujeres, niños y niñas.
Morón indicó que la castración química a violadores se “basa en que el violador consuma hormonas femeninas mediante una inyección que mata radicalmente el apetito y libido sexual que tiene el cuerpo del violador, pero esto también debe ir acompañado con tratamiento psicológico porque los violadores son reincidentes”.
El problema no está en la irrefrenable sexualidad masculina, está en la cabeza de los violadores y en la sociedad que aplaude todas las expresiones de machismo que están en todo su cuerpo, no solo en el pene. Pueden violar hasta con objetos. Se trata de vulnerar el cuerpo de la víctima, no de sentir placer o de sentir placer con el sufrimiento de la víctima. El senador se va entusiasmando y pasa de la castración a penas mayores: “con su acumulación tendrían una pena mayor”, dice.
La castración química ha sido cuestionada por especialistas en muchos países; hay quien dice que se trata de una desafortunada expresión, que no es ni pena ni castración ni química, sino que debe ser siempre un tratamiento voluntario y desistible; por lo tanto, no se debe considerar como pena, ya que no está orientada a castigar.
Este procedimiento no sirve en agresores sexuales que presentan conductas violentas, consumo abusivo de alcohol o de drogas o trastornos de personalidad psicópata. La castración, además de ineficaz para el objetivo que proclama, puede implicar un incumplimiento de la prohibición contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos y degradantes.
La violencia sexual contra niñas y mujeres es una de las formas más degradantes de violencia y por eso deben atacarse las causas previniendo el abuso en los hogares – muchos violadores han sido víctimas– atacando el maltrato infantil, ofreciendo educación sexual en las escuelas en lugar de hacer la vista gorda con la pornografía que circula, acabando con la naturalización de la violencia en las familias, controlando el consumo de drogas y alcohol, ofreciendo atención a la salud mental, en fin pensar en la violencia como un problema de convivencia social, respeto, salud pública y de derechos en lugar de verla como un campo de batalla donde gana el que más leyes presenta.
Sonia Montaño Virreira es socióloga y feminista.