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Sin embargo | 11/10/2024

Poesía y verdad

Jorge Patiño Sarcinelli
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Comienzo esta reflexión evocando la primera escena de El rey Lear, en la que el viejo monarca anuncia que quiere repartir su reino entre sus tres hijas y pide a cada una de ellas que pongan en palabras el amor que le tienen. Comienza Goneril diciendo “Señor, os amo más de lo que expresan las palabras, más que a vista, espacio y libertad […] con un amor que apaga la voz y ahoga el habla […]”. A seguir, Regan, quien no quiere quedarse atrás, exclama: “Yo soy del mismo metal que mi hermana […] pero ella se ha quedado corta”, etc.


Todos los espectadores (o lectores) ven que Lear ha invitado a sus hijas a mentirle. Ellas astutamente saben que las palabras de amor solicitadas no valen nada y dan rienda suelta al verbo hueco por el premio prometido. Cordelia ve las cosas de otra manera. Ella no está dispuesta a vender su alma por un pedazo de reino y le dice: “Triste de mí, que no sé poner el corazón en los labios”. A sus ochenta años, Lear todavía creía en lisonjas y la deshereda.

W.H. Auden, en su ensayo Dichtung und Wahrheit (Poesía y verdad), que lleva el subtítulo Un poema no escrito, argumenta que las palabras solas no pueden jamás demostrar el amor. El texto es “una reflexión sobre la imposibilidad de escribir poemas de amor” dice Javier Marías en un comentario al texto. Lo que vale para el amor, vale para el dolor. Los sentimientos serán siempre verdades privadas; expresables, pero no demostrables ni cuestionables. Entre ellos, el dolor se destaca porque no se le debe pedir explicaciones y nos pide sobriedad y respeto.


El propio Auden escribe a la muerte de Yeats uno de sus poemas más celebrados: “Él se fue en pleno invierno. Los arroyos estaban congelados, los aeropuertos desiertos, y la nieve desfiguraba las estatuas”. No sabemos si estas palabras expresaban dolor, admiración o la intención del artista de mostrar que es posible, viendo en el mundo solo tristeza, dar forma poética a un dolor extraordinario. Preferimos repetirlas como si fueran sinceras. Caemos, así, en el error de creer que la poesía dice verdades, aunque el propio Auden nos advierta que Dichtung ist nicht Wahrheit.


En la película La gran belleza, el personaje principal, Jep Gambardella, explica cómo se debe dar un pésame en un entierro. “Te acercas circunspecto al doliente y le dices al oído: sabes que puedes contar conmigo en estos momentos de dolor”. Sin elegancia romana, casi todos incurrimos en actos, que no son de hipocresía porque nacen de sentimientos verdaderos, pero que acentuamos porque las convenciones sociales lo piden.


Cuando a un amigo le roban su auto, le amputan un brazo, se le muere la madre o, peor, un hijo, ¿quién podría decirle “en una escala de 1 a 10, tu pérdida me duele 2, 4, 6 u 8”? Esta frase sería absurda, y si bien es concebible que un poeta pueda encontrar las palabras que modulen el dolor, no las usaríamos porque preferimos decirle que sentimos 8 en vez de 4. La necesidad de mostrarse sensibles explica mucho de ese alarde de heridas que cuanto más profundas, más recatadas debían ser. ¿Qué perdemos con ello, excepto gastarnos las palabras que deberíamos reservar para dolores mayores?


Así, los incentivos nos llevan a generar una inflación de expresiones y todos nos convertimos en Gonerils y Regans (sin recibir reinos, sino ganar afecto). Si desperdiciamos los extremos preciosos del vocabulario en ocasiones de circunstancia, cuando nos toca sentir un gran dolor propio, la impotencia de un lenguaje raído por el uso nos hace exclamar que queremos que se seque el Lago Titicaca, que se esconda para siempre la luna, que ardan los bosques, etc., (esto último lo debe haber deseado alguien y los dioses se lo han concedido).


Es interesante, en todo caso, que el dolor propio nos lleve a desear un mal colectivo como consuelo. Un viejo refrán dice que cuando compartidos, la alegría vale por dos y el dolor pesa la mitad. Quizá sea esto lo que hace que el dolor busque publicidad. En algunas culturas la viuda debe gritar de dolor toda la noche; en otras se contrata a plañideras. Son llantos dramáticos, pero formales.


Las sociedades tienen códigos y los grupos tienen subcódigos de comportamiento propios. Esto ocurre en los espacios de Facebook, donde las personas usan libremente, hiperbólicamente, metafóricamente, pleonásticamente palabras que no usan en lo cotidiano. No hay nada de malo en esto; las palabras son hechas para dar vuelo a la creatividad y la imaginación. Si ellas baratean la verdad sin alcanzar la poesía, es mitad culpa nuestra y mitad de los límites del propio lenguaje. A las Cordelias no les va bien en las redes.



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