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El Compás | 26/02/2020

Murió Mario Bunge, el filósofo de la ciencia

Fernando Molina
Fernando Molina
Brújula Digital reedita este texto, del columnista Fernando Molina, sobre los aportes del filósofo argentino Mario Bunge, ahora que se ha producido la muerte de éste. Bunge tenía 100 años cuando falleció. 

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Se reconoce a Mario Bunge, nacido el 21 de septiembre de 1919 en Buenos Aires, entre los principales filósofos de la ciencia. Citado por nadie menos de Karl Popper, una de las mentes más brillantes del siglo XX –y de quien Bunge es un discípulo “díscolo”–, debatió con figuras de la talla de Thomas Kuhn, el autor de la teoría de las revoluciones científicas, y lo respetan por igual la academia anglosajona y la hispana. Es autor de más de 50 tratados y 500 artículos sobre todas las ramas de la filosofía, incluyendo uno de los libros filosóficos más vendidos: La ciencia, su método y su filosofía, que probablemente el lector tendrá en su biblioteca (quizá en una edición “pirata”).

Bunge, que reside desde 1966 en Canadá y donde sigue activo, es autor de un sistema filosófico amplio y luminoso, cuya principal característica puede resumir la divisa: “Todo con las ciencias, nada sin ellas”. Es un apasionado y a ratos un intolerante crítico de la filosofía que no se basa, y no se piensa, en función de las ciencias. Rechaza por esta razón la actividad –para Bunge, de índole literaria, no filosófica– que consiste en la circular tarea de crear textos filosóficos que interpretan otros textos filosóficos, bajo la suposición idealista de que el lenguaje sólo puede hablar de sí mismo, que fuera de él nada existe.

Este filósofo es uno de los grandes refutadores de la tesis hermenéutica y desconstructivista de que el hombre está encerrado en el lenguaje como en su cuerpo. En lugar de eso, plantea el realismo o fe en la existencia de un mundo exterior al pensamiento humano. Esgrime tres argumentos para creer en esto. Primero: si el mundo fuera como lo conciben los idealistas (una extensión de la subjetividad humana de la que nunca tenemos noticia más que en el pensamiento y que por tanto no podríamos ubicar fuera de éste), entonces las afirmaciones científicas –y humanas, en general– deberían ser siempre correctas. El error refuta el subjetivismo.

Veamos este ejemplo: A esta altura, no parece posible decidir si la Tierra gira en torno al Sol o el Sol gira en torno a la Tierra ya que sabemos que ambos astros se mueven; por tanto, se da una correlación entre ellos y la definición de cuál de los dos (el Sol o la Tierra) constituye el punto de referencia es una cuestión de preferencia, como elegir entre contar del uno al 10 o, en cambio, del 10 al uno para coordinar la partida de una nave espacial. Por tanto, si los idealistas tuvieran razón y el mundo respondiera a las pautas del pensamiento humano, podríamos lanzar dicha nave espacial según una tesis o la otra. Y, sin embargo, un subjetivista no querría subir a esta nave, que se estrellaría. Ergo, existe algo más que pensamiento. De lo contrario, Colón hubiera llegado a Cipango y no a otro continente que luego se llamaría América. De lo contrario, Aquiles nunca hubiera alcanzado a la tortuga. Y un largo etcétera.

Segundo argumento: los neurobiólogos han demostrado que un cerebro que mantiene sus capacidades lógicas, pero no se vincula al exterior (por ejemplo por alguna enfermedad perceptiva, ha perdido su facultad para concebir al mundo); esto indica que el pensamiento nunca es autosuficiente. Y tercero: todo sistema cognitivo y perceptual (digamos un filósofo idealista) requiere consumir energía del entorno para sobrevivir. Cada vez que Derrida iba a un restaurante parisino y se despachaba un filet mignon, probaba que no toda cosa en la vida es un símbolo de otra cosa.

Bunge polemiza de esta forma combativa con los pensadores que ignoran o tergiversan las ciencias. Es un racionalista radical. Para él, el ser humano siempre conoce algo, aunque sea poco y efímero. Ésta es la habilidad que, desarrollada evolutivamente por la especie, nos permite sobrevivir. Los enormes éxitos de las ciencias aplicadas lo prueban más allá de duda.

Bunge es un gran provocador. Carece de todo interés en seguir las modas intelectuales y no teme que se lo acuse de mecánico, reduccionista o, lo que es frecuente, de dinosaurio positivista. Ha llegado a decir que “el mundo es un monoide libre”, es decir, un sistema algebraico que permite conmutar y combinar cada cosa con todo. Pero para él la matemática interpreta al mundo, no lo reemplaza. En un universo sin matemática (sin humanidad), todo seguiría allí, actuando de forma matemática.

También dice que las ciencias sociales son puras patrañas, excepto cuando formulan y tratan de probar hipótesis sobre las causas de los hechos (estas hipótesis son teorías, no colecciones de datos, y deben ser lo más imaginativas posible; en esto Bunge se diferencia del positivismo). Se ríe de afirmaciones como “un Estado sin corrupción es más eficiente”, típicas del positivismo, porque no explican nada, sólo juntan un dato con otro en un par que parece plausible.

Un dato biográfico de Bunge que no me parece menor es que su padre fue un excelente médico higienista de un hospital obrero de Buenos Aires. Podemos imaginarlo desvelándose y poniendo todos sus esfuerzos para ordenar todo, haciendo que se limpie el moho, llenando de luz las habitaciones, educando a las enfermeras, porque así salvaba vidas. En su larga existencia, su hijo no ha hecho otra cosa que seguir el ejemplo de su padre, con la pasión y la seriedad que le concede el convencimiento de que un microbio no es un signo dentro del texto que llamamos microbiología y, por tanto, todo lo que podamos conocer sobre él nos puede servir para evitar que alguien muera.

Fernando Molina es periodista y escritor.



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