Si la población alfabetizada del planeta leyera en papel lo mismo que yo o tú, querido lector, acabaríamos con los bosques de la tierra en pocos años. Cuando me enteré de este dato asombroso, hace unos 20 años más o menos, las opciones electrónicas apenas existían, pero con el tiempo me he ido moviendo hacia estos medios por fuerza de las circunstancias. No recuerdo la última vez que leí un periódico en papel y ya no extraño su tinta en las manos.
Esta reflexión surge de la presentación hace unos días del segundo tomo, de cinco programados, de las obras completas de Carlos Medinaceli, el ilustre pensador chuquisaqueño. Esta obra es el resultado de un meritorio trabajo de investigación, recopilación y edición del Instituto de investigaciones literarias de la UMSA.
Dicha presentación comenzó con un insólito resumen de actividades del director saliente de la carrera. Los comentarios estuvieron a cargo del poeta Juan Cristóbal MacLean y de un señor mayor cuyo nombre no logré retener. Durante la sesión, dicho director y la investigadora responsable por la edición de la obra demostraron su adhesión a los nuevos vientos acullicando en la testera.
No escribo esto para hablar de los comentarios vertidos en la ocasión ni del contenido del referido tomo, sino de lo ecocida que resulta hoy en día publicar obras completas como la de esta ocasión. Estimo que estamos hablando de unas dos mil páginas en total. Es decir, suponiendo que cada tomo tenga unas 400 páginas y se hicieran 300 ejemplares de cada, habremos talado unos 20 a 25 árboles para la impresión de esta edición completa. ¿Es poco?, ¿es mucho?, ¿se justifica?
Para responder a esas preguntas, habría que considerar –entre otras cosas– si hay suficientes lectores interesados en todos los artículos de Medinaceli y con el dinero para adquirir la colección. Sospecho que no y me parece que lo razonable habría sido imprimir una selección criteriosa de la obra y ofrecer a los investigadores y otros interesados en la obra completa una copia electrónica, que tiene además la ventaja de facilitar las búsquedas.
Hay cambios materiales que toman tiempo en traducirse en cambios en las costumbres. Uno de estos es nuestra relación con el libro. Durante la mayor parte de la historia, este objeto no existió. Después vinieron la escritura, el barro cocido, el papiro y los primeros libros iluminados. Hasta ahí, el libro o sus aproximaciones eran objetos exclusivos. Solo después de Guttenberg se dio la explosión de la lectura hasta llegar a la papelorragia actual.
Hoy se publican más de dos millones de nuevos títulos al año y el total ya publicado asciende a más de 158 mil millones. Se estima que para la fabricación de papel se talan entre cuatro y ocho mil millones de árboles al año en el mundo; un cuarto de lo cual se va a impresión y escritura. El mayor porcentaje se va a embalaje y usos similares. Los cinco tomos de Medinaceli evidentemente son una gota en este océano.
Aquí entran en juego varios fetiches, manías y placeres adquiridos. El primero es el gusto por el olor del papel del libro, al que yo mismo, lo admito, no soy indiferente, y que hace que mucha gente no pase a las versiones electrónicas. Esta adicción olfativa se podría resolver con ambientadores con olores de varios tipos de papel, pero el erotismo de abrir un libro nuevo, el murmullo de las hojas al pasar y la caricia a la filigrana del papel no tienen sustituto sintético. Así que es probable que la afición al libro en papel no amaine, aunque los libros cuesten cada vez más.
Otro fetiche común entre los amantes de libros es el de poseer obras completas, afición que debería reservarse a esos pocos autores que de verdad admiramos o estudiamos. Por consciencia ecológica, lo más sensato es que ejerzamos la abstinencia selectiva, que elijamos bien, que reciclemos, que prestemos y nos prestemos y que haya más bibliotecas. ¿Qué libros se justifica realmente poseer?
El rechazo a la acumulación es más común, al menos entre gente sensata, cuando se trata de ropa, adornos, joyas o comida, pero con los libros prevalece el mito de que es bueno tener y leer más y más libros. Llamarse “lector voraz” conlleva todavía un cierto prestigio y no faltan los que presumen de haber leído N mil libros como quien muestra una medalla, sin darse cuenta de lo que confiesan. Más que leer mucho lo importante es leer bien: exprimir unos pocos buenos libros hasta la última letra. Habría que decir con mucha timidez que uno ha leído o escrito más libros que Montaigne. Como en casi todo, se trata de calidad más que de cantidad. Parodiando a Gracián, “lo bueno, cuando poco, más bueno”.
La aversión al exceso deberíamos aplicar no solo a libros. El impacto planetario del consumo de ropa y varios objetos no imprescindibles es enorme. La opción por lo poco es buena para el planeta y para el espíritu. ¡Cuánto más se aprecia aquello de lo que tenemos poco y bien elegido!