Se necesita valor personal e intelectual para reclamar la posibilidad y aun el “derecho” científicos de aproximarse a una realidad que se encuentra bajo ataque de la clase a la que el investigador pertenece, y tratar de comprenderla en lugar de juzgarla. En especial cuando, como ocurre en este caso, comprender exige, antes que nada, abstenerse de juzgar: cuando se trata de revelar el “ser” mediante la premeditada represión del “deber ser”.
En efecto, Fernando Mayorga, a la manera inaugurada por Maquiavelo, se pregunta cómo funciona el poder, conforme a qué mecanismos y lógicas, y, en cambio, no inquiere las razones que lo justifican.
Una investigación de este tipo, maquiavélica, podríamos decir, implica dos cosas: sustituir los modelos preceptivos por los descriptivos, como ya hemos dicho, y también hacer una evaluación desde el punto de vista de la eficiencia: descartar las causas finales, que son las de la ética, para concentrarse exclusivamente en las causas eficientes, que son las de la ciencia.
Ahora bien, ¿qué mecanismos o causas eficientes se intenta describir y catalogar en este caso? Mayorga aborda varios conjuntos históricos de decisiones tomadas por el presidente con una amplia gama de objetivos: aplicar su programa de gobierno —la nacionalización del gas—, enfrentar y vencer a sus enemigos —durante el proceso constituyente—, expedir una medida económica —el “gasolinazo”— y luego retractarse de ella, y, finalmente, mantenerse en el poder —el fallido referendo sobre la reelección de 2016 y su “corrección” por medio de una apelación al Tribunal Constitucional—.
Como se ve, se trata de cadenas de decisiones gubernamentales que conducen tanto a victorias sonadas, por ejemplo la nacionalización, como a derrotas de graves consecuencias, digamos el referendo. Por tanto, la eficiencia de la que estamos hablando únicamente se refiere a la intención, ya que esta siempre es racional, esto es, se orienta cada vez a obtener el máximo de poder con el menor costo para uno mismo y el mayor daño para los rivales. Este cálculo, además, toma en cuenta el largo plazo, con lo que limita la hibris o lujuria por el poder, y en cambio sujeta la acción política a ciertas reglas, a fin de lograr un tipo sostenible de dominio. Eficiencia en la intención, entonces, y no necesariamente en los resultados, que pueden ser adversos en la medida en que suelen ser inseguros y sorprendentes.
¿Qué regularidades o estilemas encuentra Mayorga en estas cadenas de decisiones diversas entre sí? La primera de estas regularidades no forma parte del estilo de gobierno, para hablar con propiedad, sino que es la condición de posibilidad del mismo ya que para que haya un estilo, primero debe haber un autor. Mayorga prueba fehacientemente que el principal sujeto de las decisiones gubernamentales no es otro que Evo Morales, en contra de la suposición pertinaz de que el presidente es un “hombre de palo” sin voluntad propia, movido por alguna eminencia gris, que a veces se identifica con el vicepresidente Álvaro García Linera y otras veces con alguno de los ministros o un grupo de ellos.
Aunque Mayorga no se detiene demasiado en este asunto, permítasenos decir que la persistencia de dicha creencia (que Morales no gobierna), el que sea defendida hasta ahora, pese a las múltiples evidencias en contra, y también el hecho de que el Presidente haya tenido que insistir, en las entrevistas que concedió al autor del libro, en que es él y no otro el que toma las decisiones gubernamentales, inclusive las poco prestigiosas, como el “gasolinazo”, muestra cuán instalado está el racismo y el elitismo cultural en el pensamiento de nuestra sociedad. Para estas ideologías, de la premisa de que Evo es indígena y no tiene estudios universitarios, se sigue naturalmente que carece de agencia (capacidad de actuar).
El estudio de Mayorga evidencia que, por el contrario, la agencia de Evo es muy grande, al punto de causar una concentración personal del poder que ha conducido a errores gubernamentales, como el ya varias veces citado “gasolinazo”; y que además ha generado una dependencia del aparato partidario y gubernamental respecto a su líder. Una dependencia que este libro establece pero que, por razones metodológicas, no le interesa clasificar, como veremos más adelante.
Una segunda regularidad o estilema descubierto por Mayorga se deriva de una premisa básica de la ciencia política, esto es, que todo poder es compartido. Pese a su presidencialismo, el gobierno boliviano cumple esta ley. La cuestión reside en cómo comparte este poder y con quiénes lo hace. Al abordar esta cuestión, Mayorga muestra, implícitamente, en qué consiste el muchas veces proclamado “gobierno de los movimientos sociales”. Y descubre que consiste en la necesidad de Evo de negociar con los dirigentes del Pacto de Unidad –el conglomerado de sindicatos afiliados al MAS– las principales decisiones gubernamentales, que pueden tratar de políticas públicas, legislación, proyectos de inversión o, en cambio, muchas de ellas, de cargos y dignidades. Lo hace para asegurar cotidianamente un mínimo de coordinación entre los grupos internos y el alineamiento del partido con el gobierno.
Con este esfuerzo, Morales renueva una y otra vez —recrea sin cesar— el “pacto de unidad” (sin mayúsculas) de los distintos sectores que componen el “evismo”, pacto que es estratégico a la vez que clientelar; de él emerge un “bloque de poder”, en el sentido gramsciano de este concepto, es decir, un actor histórico con proyección hegemónica, y al mismo tiempo emerge una alianza social “populista”, es decir, capaz de agregar en su seno diversas demandas, así como una variedad amplia de posiciones ideológicas. Este bloque, analizado desde el punto de vista de la ideología, concreta la consigna, cara a los militantes de la segunda mitad del siglo XX, y en ese tiempo aparentemente utópica, de la “unidad de la izquierda”.
Esta negociación cotidiana con los representantes de las bases del MAS opera con posiciones ideológicas y políticas, pero también maneja un flujo de favores y beneficios para los participantes, que es repagado por estos con su lealtad hacia el presidente. Si este no cumpliera esta morosa tarea diaria, el gobierno perdería la gobernabilidad de la que se ha beneficiado durante la mayor parte de su largo mandato. La capacidad de Evo para hacer este trabajo asegura su predicamento y autoridad, y, a la vez, es un resultado del predicamento y la autoridad que su figura ya posee.
Como vemos, estos procesos de gobernanza se dan a través de canales alternativos, de espaldas a la institucionalidad oficial, democrática representativa, lo que permite que Mayorga catalogue el estilo gubernamental como “decisionista”. Esta clasificación corresponde con el enfoque principalmente politológico que tiene su aproximación. (Aquí hagamos un paréntesis: aunque la aproximación de Mayorga es, como decimos, politológica, su libro está lleno de revelaciones que pueden ser aprovechadas por los escritores de historia contemporánea).
Otro enfoque diferente, de tradición marxista, señalaría que estamos ante un gobierno bonapartista, en el que Evo, elevándose por encima de la representación directa de los intereses sectoriales, se convierte en un componedor de entuertos, un baremo y un ordenador, al mismo tiempo que funciona como un amortiguador de la lucha entre grupos y clases. Sería entonces un “centrista” como todos los líderes que sobreponen su personalidad centralizadora sobre la agitación caótica de las pulsiones partidistas y sociales. El libro abunda en ejemplos de este centrismo: su moderación ideológica y su capacidad de celebrar pactos ad hoc, o instrumentales, con grupos de interés de todo tipo.
En una tercera concepción, en lugar de “decisionismo” se hablaría de caudillismo, un concepto a menudo mal definido, pero que tiene una larga tradición literaria en América Latina. El caudillismo, hay que aclararlo, no es una desviación personal sino una construcción colectiva, una institucionalidad alternativa a la otra impersonal que no funciona por razones históricas y culturales.
Un hecho que se infiere en la lectura del libro, aunque este no lo señale explícitamente, es la devoción que sienten los colaboradores de Morales por su líder, devoción que posiblemente se debe a una sincera admiración, pero que también está vinculada a esa necesidad o dependencia de la que hablábamos antes. Todos los miembros de un sistema de este tipo requieren vitalmente del caudillo, en primer lugar porque ocupan las posiciones que ostentan gracias a sus vínculos con él (y por tanto estas posiciones son móviles, lo que explica la dificultad de Mayorga para encontrar un centro gubernamental o “grupo palaciego” estable) y, en segundo lugar, porque reciben su poder como una delegación del poder del caudillo, de modo que la desaparición de este implicaría su propia desaparición. De ahí que, en este caso, la tendencia natural y universal de las organizaciones políticas a conservar el poder se convierte en una orientación hacia la conservación del poder en manos de una misma persona.
En resumen: el estilo de gobierno de Evo Morales tiene como características principales el decisionismo, por un lado, y la negociación constante de sus límites, estrategias de acción que se hallan articuladas a una institucionalidad paralela y desvinculada de las instituciones regulares en las que, en cambio, opera el ejercicio gubernamental del Vicepresidente y los ministros. Dada la relación entre García Linera y el Presidente, puede decirse que el primero constituye la “bisagra” que une y trasmite movimiento entre la institucionalidad explícita y la institucionalidad implícita del “proceso de cambio”.
Debo reconocer que acabo de hacer una lectura algo “creativa” de las tesis que desarrolla Fernando Mayorga en este libro, pero creo que este desliz es una buena señal, ya que muestra el potencial de esta obra para abrir y enriquecer el debate sociológico actual.
Fernando Molina es periodista.