Tendemos a asociar la imagen de Brasil al fútbol, al café, las tangas hilo dental, la bossa nova, el desenfreno de su carnaval, el río Amazonas y otras cosas del mundo de la exuberancia, la frivolidad y la alegría. De Gaulle dijo una vez que Brasil no era un país serio, frase que dolió a los brasileños en el alma; sin motivo, me parece, pues nuestro gigante vecino sabe ser triste o serio cuando lo pide la ocasión. Recientemente ha vuelto a dar significativas pruebas de su seriedad en el ámbito institucional.
Hace unos años, en plena epidemia por el Covid-19, iba a comenzar un partido Brasil Argentina, por la Copa América, y cuando ya estaban los dos equipos en cancha, apareció un funcionario de la agencia encargada de las medidas anticovid y suspendió el partido porque uno de los jugadores argentinos no había cumplido el protocolo de salud. Fue un ejemplo de institucionalidad. En Bolivia, el propio presidente habría intervenido con un telefonazo y dicho funcionario estaría todavía enfrentando un juicio por daño económico al Estado, probablemente desde la cárcel.
El 8 de enero de 2023 una turba de seguidores del expresidente Bolsonaro, autonombrados patriotas y movidos por bulos (fake news) sobre las elecciones que este había perdido, invadió y vandalizó instalaciones del Congreso y otros edificios del Gobierno central. A los tres días, 1.400 personas habían sido aprehendidas, y, excepto por unos pocos bolsonaristas, la condena fue unánime; una reacción más firme e inequívoca que la mostrada por EEUU ante el episodio semejante del 6 de enero de 2021 en Washington.
Hay otros ejemplos, pero menciono el primero porque me parece notable y el segundo porque conecta con el conflicto actual que libran Aleixandre de Moraes, ministro del Supremo Tribunal Federal de Brasil (STF), y el millonario Elon Musk, accionista controlador de la plataforma X, antes Twitter. El lío comenzó cuando Moraes ordenó la eliminación de una serie de cuentas de X por difundir noticias falsas y Musk se negó a hacerlo, acusando a magistrado de actuar sin justificación.
Moraes ordenó la suspensión del servicio de X en Brasil, el sexto país con más usuarios, y la pelea ha escalado con intercambio de piropos. Musk se ha referido al “régimen represivo de Brasil” que “tiene tanto miedo de que el pueblo conozca la verdad que quebrará a quienquiera que lo intente”, mientras que Moraes afirmó que tomó esa determinación por “el incumplimiento de órdenes judiciales”por parte de X y por la “tentativa de no someterse al ordenamiento jurídico brasileño” con la intención de “instituir un ambiente de total impunidad y de tierra sin ley”(Brújula Digital|01|09|24|). El STF ha respaldado a Moraes.
Quienes apoyan a Moraes dicen que si Musk considera la medida ilegal, debió recurrir a la Justicia, pero conociendo su personalidad, me atrevo a suponer que el hombre más rico del mundo cree que su dinero y poder lo ponen por encima de esos trámites. No es la primera vez que él se enfrenta a gobiernos; los anteriores fueron europeos.
Un importante antecedente de esta disputa es que Moraes es uno de los abanderados de la lucha contra los fake news, una cuestión altamente conflictiva en Brasil, en la que el expresidente Bolsonaro ha tomado partido contra lo que él y sus seguidores consideran un atropello contra la libertad de expresión. Esta no es la primera vez que la Justicia brasileña determina la suspensión de una red social. Ya ocurrió con YouTube, WhatsApp y Telegram por falta de colaboración con diversas investigaciones judiciales. Es decir, en Brasil se toman esta cuestión muy en serio.
Dejando de lado las lecturas sobre el fondo legal de la disputa y las personalidades de los involucrados, aquí hay dos temas de trascendencia mundial y que no nos son ajenos: la neutralidad política de las plataformas sociales y las fake news.
Como es de conocimiento público, Elon Musk ha declarado su apoyo a la candidatura de Trump, un mentiroso reconocido (¡y Musk habla de la verdad!). Es natural que los accionistas de las plataformas sociales tengan sus preferencias políticas, pero cuando un accionista controlador –en este caso Musk– no solo declara su preferencia por un candidato, sino que usa la plataforma para favorecerlo; emitiendo opiniones a su favor, haciéndole entrevistas “amistosas”, apoyándolo en la recaudación de fondos o incluso censurando o promoviendo opiniones para favorecer a ese candidato, la plataforma ha dejado de ser políticamente neutral.
No hay nada de nuevo, dirá el lector. Los dueños de los medios de comunicación siempre han tenido preferencias políticas y usado su influencia de manera abierta o discreta para favorecer a candidatos. La diferencia es que X es un casi monopolio.
Los demócratas en ese país, y usted, mi querido lector, solo tienen dos opciones: o usan el servicio de un patán trumpista o se quedan sin X. Lamentablemente, nada se puede hacer al respecto, ya que las plataformas son empresas privadas, constituidas legalmente, no reguladas, que pueden ofrecer sus servicios a quién y cómo quieran. El que no esté contento puede salirse o crear otra para competir. Así funciona una economía capitalista y el ciudadano no tiene más remedio que vivir con sus consecuencias; ni qué se diga los que estamos en la periferia económica del planeta.
Mucho más serio desde el punto de vista del funcionamiento de la democracia es el fenómeno de las fake news, una de cuyas consecuencias es que la verdad, incluso la factual, que antes creíamos única, ahora es un ítem de mercado y los ciudadanos pueden consumir la verdad que más se acomode a su demanda ideológica o simple preferencia sicológica, acudiendo para ello no solo a medios de comunicación sino a otras fuentes: Facebook, Instagram, X, etc.
La verdad, no la gran verdad de cuya existencia dudan los filósofos, sino la de la cotidianidad política y social, se ha fragmentado, pero ya no existe el proceso que permitía que sus fragmentos se aglutinaran en torno a un consenso. En lugar de eso se polariza en torno a realidades incompatibles entre sí.
Sobre esto ya se ha escrito mucho y muy poco puedo añadir, pero es importante que no dejemos de reconocer que la dispersión de la verdad tiene consecuencias sociales y personales. Este fue el caso de las tonterías que se difundieron durante la pandemia que costaron muchas vidas, como que la Ivermectina, la Hidroxicloroquina y la pestaña de murciélago eran antídotos contra el virus, o que la vacuna causaba impotencia (peor efecto secundario que la demencia, para algunos). El propio Bolsonaro, en un arranque típico de idiotez, afirmó que “el Covid no pasaba de un resfriadito”.
Cabe al Estado y a nadie más velar por ese bien común que es la verdad pública; asegurando la transparencia del proceso de formación y divulgación de opiniones, y luchando, sin atentar contra la libertad de expresión, contra la incitación al odio, la violencia o la salud pública. Esto no es sencillo y solo un Gobierno democrático y con credibilidad institucional puede hacerlo. Con frecuencia es al revés: los gobiernos son los mayores manipuladores de la verdad.
Por todo esto, las luchas, que pueden parecer quijotescas, como las del ministro Moraes, merecen nuestros apoyo y admiración. Desde este rincón, expreso los míos, para lo que valgan.
Aprovecho la ocasión para saludar a la comunidad brasileña en la celebración (mañana) de sus 202 años de independencia. Salve!
@brjula.digital.bo