Un halcón ha iniciado sus preparativos de caza, mientras sus posibles presas comienzan a agitarse, calculando la forma de repeler un ataque que promete ser tan veloz como certero. No es difícil imaginar que algunos políticos en el hemisferio sur, aquellos que viven en constante paranoia con el llamado imperio, piensen de esa forma y se sientan inquietos con el cambio político que se avecina en Estados Unidos tras la contundente victoria de Donald Trump.
En los hechos, el diseño de la nueva política exterior estadounidense ya ha comenzado, delineado por figuras clave que marcan una dirección diferente a la que algunos observadores esperaban. El caso más revelador es el de su próximo secretario de Estado, el senador Marco Rubio, conocido por su línea dura y su franqueza. Será el primer latino en liderar la diplomacia estadounidense.
Rubio, hijo de inmigrantes cubanos, ha dejado clara su postura en torno a ciertos regímenes en América Latina. Es uno de los críticos más feroces de los gobiernos de Venezuela, Nicaragua y Cuba, a los que ha tildado de amenazas para la democracia en la región, impulsando sanciones y medidas de presión diplomática. No cabe duda de que su intención será presionar a los autócratas de izquierda. De Nicaragua ha dicho que es un "centro de migración masiva ilegal"; de Venezuela, “la narco-dictadura de Maduro”; y de Cuba, un “régimen criminal.”
Bolivia, de momento, no ha sido mencionada. No porque carezca de importancia para Rubio, aunque algunos podrían pensar lo contrario. Formalmente, Bolivia es una democracia, aunque su fragilidad es notoria, con todos los poderes concentrados en Plaza Murillo y un número creciente de presos políticos
Bolivia y Estados Unidos no han logrado sanar la distancia que surgió en 2008, tras la expulsión del embajador estadounidense Philippe Goldberg, a quien Evo Morales declaró “persona non grata.” La respuesta fue inmediata, y desde entonces la relación se mantiene en una forzada media sonrisa, mostrada solo para la foto.
A pesar de intentos serios por mejorar la relación y elevar las representaciones a nivel de embajadores, el avance se ha limitado a gestos más simbólicos que efectivos. Larry Memmot y, en especial, Peter Brennan estuvieron cerca de cerrar ese desencuentro, pero la tozudez de ambos lados impidió que el esfuerzo prosperara. La actual encargada de negocios de EEUU, Debra Hevia, aunque fomenta la cooperación en temas menores, no ha mostrado un interés visible por mejorar el lazo bilateral al nivel deseable. Quizá tampoco sea necesario, considerando que Arce Catacora está de salida y que el tiempo ya no permite un cambio sustancial.
Sin embargo, la paranoia local, siempre latente, no ha dejado de mirar a Hevia. El pasado 24 de junio, la canciller Celinda Sosa convocó a la diplomática a Cancillería para entregarle una queja por una “serie de pronunciamientos y acciones” de la delegación estadounidense, algo que Hevia desmintió. El episodio se tornó desagradable cuando el ministro de Economía, Marcelo Montenegro, acusó sin pruebas a la misión diplomática de conspirar en un supuesto “golpe blando,” revelando el descontrol en el manejo diplomático.
La relación entre Bolivia y Estados Unidos cumplió 175 años este 2024. En sus primeras etapas, EEUU veía a Bolivia como un país necesitado de cooperación. En 1941, Bolivia fue obligada a proveer estaño a los aliados en la II Guerra Mundial a precio rebajado, y en los 60, el programa Alianza para el Progreso buscó contrarrestar el comunismo en Bolivia y la región. La década siguiente presenció el Plan Cóndor, en el que EE.UU. apoyó a las dictaduras. Después, la guerra contra el narcotráfico incrementó la dependencia de Bolivia hacia EE.UU., con la embajada estadounidense jugando un papel central.
Hoy, la presencia norteamericana incomoda a sectores del poder político relacionados con la defensa de la hoja de coca, particularmente en el Chapare, donde se estima que más del 90% de la producción se desvía hacia fines ilícitos.
El futuro próximo augura un giro en la política exterior de Washington. Marco Rubio, con su visión ideológica bien definida, defiende la “libertad y la democracia” como pilares de su política exterior. No sería extraño que justificara, incluso, intervenciones en nombre de los derechos humanos y la democracia.
Las próximas elecciones generales en Bolivia traerán consigo un cambio de régimen y, con él, una posible reconfiguración de la relación con el gobierno de Donald Trump, quien, probablemente, no vería con buenos ojos la repetición de un fraude electoral como el de 2019.
Javier Viscarra es periodista y diplomático.
@brjula.digital.bo