“Democracia siempre”. Así se titula la declaración que, el pasado 21 de julio, firmaron en Santiago de Chile cinco presidentes: de Brasil, Chile, Colombia, España y Uruguay. Un lema impecable, aunque vacío si se confronta con la realidad que estos mismos líderes prefieren ignorar; la demolición sistemática de la democracia en Venezuela o la deriva autoritaria de regímenes amigos. Pero eso no aparece en el documento. Tampoco una condena explícita a quienes han convertido la reelección indefinida en norma o el fraude electoral en arte.
Más preocupante aún, la declaración abre la puerta a un nuevo tipo de intervención estatal bajo el disfraz del “imperativo ético y político” para enfrentar fenómenos globales como la desigualdad, la desinformación y “los desafíos que plantean las tecnologías digitales y la inteligencia artificial”. El verbo elegido no es casual: enfrentar. No se habla de promover, de aprovechar, de generar capacidades. Se plantea un combate, como si la innovación tecnológica fuese una amenaza antes que una oportunidad. El riesgo es evidente; la tentación de regular desde el prejuicio, en nombre de una supuesta defensa de la democracia que, paradójicamente, puede terminar asfixiando libertades.
Como bien sostuvo Robert Keohane, el multilateralismo no es solo coordinación, es un “principio institucional para organizar las relaciones internacionales basadas en reglas generales de conducta”, no en caprichos coyunturales. Y, sin embargo, lo que se propuso en Chile no es reforzar ese principio, sino diluirlo en una narrativa política que busca instalar un multilateralismo militante, más ideológico que normativo.
La declaración insiste en reformar la gobernanza global y está bien, pero sin una sola mención a lo esencial; el cumplimiento efectivo de las normas ya existentes, entre ellas la Carta Democrática Interamericana, por ejemplo. Ese documento, cuyo texto fue arduamente negociado y donde el recordado embajador boliviano Marcelo Ostria Trigo dejó su impronta, es un pilar para la defensa colectiva de la democracia. Pero este nuevo discurso en la reunión de Chile lo esquiva, porque prefiere las “narrativas alternativas” y los “compromisos flexibles” antes que mecanismos de responsabilidad.
¿Es casual que la declaración de Santiago omita pronunciarse sobre el fraude obsceno en Venezuela? ¿O que hable de “extremismos” sin nombrar los que se incuban bajo su propio paraguas ideológico? Mientras tanto, los países que se presentan como adalides del progresismo exhiben economías exhaustas y democracias erosionadas. Bolivia es un ejemplo dramático con una inflación preocupante, un mercado negro de dólares donde la divisa vale el doble que la cotización oficial y un Estado que quema las pocas reservas comprando combustibles a precios exorbitantes para venderlos subsidiados, sangrando las arcas públicas y alimentando redes de corrupción. Todo para sostener un “Modelo Económico Social Comunitario Productivo” que hace aguas por todos lados, pero que el gobierno insiste en venerar como dogma.
La incoherencia es evidente; se habla de ética democrática mientras se calla frente a la autocracia; se invoca la lucha contra la desigualdad mientras se promueven políticas que la agravan; se demoniza la tecnología mientras se la utiliza para la propaganda oficial. Y todo esto bajo el paraguas de un supuesto nuevo multilateralismo, que más que renovar, amenaza con erosionar principios básicos como la soberanía equilibrada, la cooperación sin imposiciones y el respeto a la diversidad real, no la dictada por un manual ideológico.
Un verdadero multilateralismo exige reglas claras, organismos eficaces, Estados responsables. Supone liberar a las instituciones internacionales de la captura ideológica, no destruirlas ni vaciarlas de contenido. Reformar la ONU o la OEA no debería significar colonizarlas con agendas excluyentes, sino reforzar su capacidad para prevenir conflictos, sancionar violaciones a la democracia y articular consensos en un mundo cada vez más fragmentado.
Durante años, ciertos grupos progresistas encontraron en estos organismos un refugio perfecto con cargos bien remunerados, discursos que suenan a justicia, y un poder suave que permite condicionar agendas nacionales. Desde allí, han promovido un revisionismo institucional que debilita la razón de ser del sistema; garantizar la paz, la cooperación y la democracia representativa.
Y Bolivia, que por dos décadas se aproximó a esta visión ideológica llamada “progresista”, debería tomar nota. No hay tiempo que perder para recuperar una política exterior pragmática, sin alineamientos automáticos, que vuelva a colocar en el centro los intereses nacionales. La diplomacia no es militancia, es estrategia. Y si seguimos atrapados en consignas, llegaremos tarde —otra vez— al mundo que cambia.
Javier Viscarra es diplomático y periodista.