Cuando la diplomacia cede espacio a la estridencia, los daños trascienden las palabras. Así ocurrió el 28 de julio, cuando la presidenta peruana, Dina Boluarte –la mandataria más impopular de América Latina– usó su mensaje por el 204 aniversario de la independencia para presumir que su país evitó convertirse en un “Estado fallido” como Cuba, Venezuela y Bolivia. Una frase dura, innecesaria e impropia del lenguaje entre naciones hermanas.
La reacción boliviana fue inmediata. El presidente Luis Arce expresó su “enérgico rechazo” y la Cancillería convocó al Encargado de Negocios peruano en La Paz. Hasta ahí, la respuesta parecía correcta. Pero la sobreactuación posterior mostró improvisación. Se anunció el llamado a consultas de la Encargada de Negocios boliviana en Lima, una medida sin sentido que se aplica a embajadores, como señal de gravedad, dejando la legación en manos de un Encargado de Negocios. Pero en este caso, la misión ya se encuentra en ese nivel, por lo que traer a la Encargada para dejar a otro funcionario con el mismo nivel de representatividad carece de sentido. En diplomacia, los gestos cuentan, y esta señal resultó irrelevante.
Tampoco ayudó la conferencia de prensa cargada de adjetivos. Una nota verbal, reservada pero firme, habría bastado. Como si fuera poco, el canciller peruano, Elmer Schialer, respaldó sin matices a Boluarte: “No quitaría ni una coma ni un énfasis”, dijo el canciller peruano, confirmando que el incidente no se resolverá con un simple apretón de manos.
¿Qué implica llamar “Estado fallido” a un país? El concepto nació en los años 90 con el informe State failure task force report, encargado por la CIA, basado en la noción weberiana del monopolio legítimo de la fuerza. Según esa lógica, un Estado fallido no controla su territorio, no garantiza seguridad ni servicios básicos y pierde soberanía efectiva. Somalia en los 90, Afganistán y Haití son ejemplos paradigmáticos, como recordó el colega internacionalista, Felipe Limarino.
Luego, índices como el Failed states index popularizaron la categoría, aunque con fuertes críticas; determinista, funcional a la geopolítica y útil para justificar injerencias. Tras el 11-S, Washington la convirtió en categoría de seguridad nacional para legitimar intervenciones como Afganistán e Irak. Más que herramienta analítica, el “Estado fallido” es una etiqueta ideológica. Por eso, la frase de Boluarte no es inocente.
Pero el agravio no debe hacernos perder de vista lo esencial; Bolivia y Perú comparten historia, cultura y una agenda estratégica que trasciende coyunturas. El manejo conjunto de recursos hídricos –desde el río Mauri hasta el Lago Titicaca–, la cooperación amazónica, la articulación energética y la integración física son prioridades. También lo es conectar a Bolivia con el Pacífico vía el puerto peruano de Chancay, clave en el corredor bioceánico que unirá el Atlántico brasileño con Asia. Y revitalizar la Comunidad Andina frente a la fragmentación regional. Nada de esto será posible si se impone la retórica sobre la razón.
El actual enfriamiento no empezó con Boluarte. En 2022, Bolivia cuestionó la transición peruana tras la salida de Pedro Castillo; en 2023, Arce aludió a una supuesta falta de democracia en Lima, lo que motivó una nota de protesta. Hoy ambas capitales carecen de embajadores, síntoma de una diplomacia ideologizada y errática.
Este impasse debería ser una oportunidad para profesionalizar el servicio exterior boliviano, despojarlo de improvisación y devolverle institucionalidad. Un país que aspira a integrarse a corredores estratégicos, negociar puertos y proyectar su litio no puede permitirse una diplomacia reactiva y torpe.
Como recordó el canciller peruano, “los Estados no se mudan de vecindario”. Ese vecindario puede ser un espacio de cooperación o de tensiones innecesarias. El reto está en elegir el primer camino, con pragmatismo, serenidad y visión estratégica.
Javier Viscarra es diplomático y periodista.