En tiempos en que las tensiones diplomáticas suelen medirse en comunicados ásperos o silencios prolongados, hay gestos que, aunque discretos, hablan otro idioma. En Sucre, cuatro lienzos de Melchor Pérez de Holguín –tesoros del barroco mestizo– recuperan su luz gracias a un proyecto financiado por el Fondo para la Preservación Cultural de los Embajadores de Estados Unidos.
El Sueño de San Pedro Nolasco, La siembra divina, Los divinos gajos de San Joaquín y Santa Ana y La anunciación vuelven a la vida tras siglos de desgaste. No es solo restauración, es un acto de diplomacia cultural, de esos que no se firman en salones alfombrados, pero que construyen puentes donde la política levanta muros. Y, en un país que tantas veces deja caer su propio patrimonio, que sean manos extranjeras las que ayuden a preservarlo tiene una carga simbólica imposible de ignorar.
Sin embargo, este fino hilo de cooperación contrasta con el telón de fondo de unas relaciones bilaterales que llevan más de década y media en estado de hibernación diplomática.
Desde la expulsión recíproca de embajadores en 2008, Bolivia y Estados Unidos han convivido en un statu quo extraño: diálogos limitados, representaciones de bajo rango y una agenda reducida a contactos puntuales. Hubo intentos de encaminar la relación, como el Acuerdo Marco de 2011 o, más tarde, el impulso que le dio la primera mujer canciller de Bolivia, Karen Longaric, con la adhesión a la iniciativa América Crece. Fueron ventanas que se abrieron y cerraron sin que el aire fresco alcanzara a renovar del todo la habitación.
El Acuerdo Marco, concebido para cimentar una relación de respeto y cooperación, terminó siendo más un gesto simbólico que un motor efectivo. Las comisiones conjuntas nunca despegaron, y la cooperación económica se redujo mientras la desconfianza mutua crecía. A esta parálisis se suma una política exterior boliviana que, al atarse a lealtades ideológicas, renuncia a la flexibilidad que exige el escenario internacional.
El comercio, que podría ser un eje de acercamiento, se estrella con nuevas barreras. Los aranceles impuestos por Washington bajo la administración Trump –y ahora endurecidos– encuentran a Bolivia sin una estrategia clara de negociación.
El margen de maniobra es mínimo y la diversificación productiva, insuficiente. En paralelo, el tema migratorio se encamina hacia episodios incómodos: deportaciones masivas, vuelos chárter inevitables y una diáspora que enfrenta su indefensión sin una red consular profesional que la respalde.
A este cuadro se suma un caso incómodo y mal gestionado, el de Arturo Murillo. Cumplida su condena en Estados Unidos, su futuro se decide entre una eventual deportación o la remota posibilidad de asilo. Bolivia observa desde la vereda, sin capacidad ni siquiera para formalizar un exhorto de extradición. El ruido político interno sustituye a la acción diplomática concreta, como si los problemas se resolvieran a base de adjetivos.
Volvamos entonces a Sucre, a las manos que devuelven el color a las telas de Melchor Pérez de Holguín. Allí, se demuestra que es posible trabajar juntos cuando se fijan metas comunes y realistas. Esa debería ser la lección, pasar de la retórica a la gestión; de la ideología rígida a la diplomacia inteligente.
Si Bolivia quiere dejar de ser un espectador en su propia relación con Estados Unidos, necesita rediseñar su política exterior para que cada negociación se mida por resultados y no por dogmas. De otro modo, seguiremos restaurando lienzos, pero dejando que las relaciones internacionales se desvanezcan, sin que nadie intente rescatarlas.
Javier Viscarra es diplomático y periodista.