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La aguja digital | 11/08/2025

La prepotencia del funcionario publico

Patricia Flores
Patricia Flores

Los cargos públicos, por su naturaleza y ventura, son efímeros; se ejercen de manera transitoria y, una vez que cesan, solo queda el individuo, despojado de cualquier privilegio inherente al puesto. Sin embargo, en nuestra historia política quienes acceden a la función pública se transforman automáticamente en “emperadores criollos”, adoptando actitudes prepotentes y autoritarias que vulneran el verdadero rol de servidor público, y se “confunde el ser con el estar”,

Este fenómeno no es un caso aislado. El reciente y lamentable impase entre el ministro Edmundo Novillo y la periodista Cecilia Bellido evidencia un patrón recurrente: la negación de que un servidor público debe rendir cuentas, tal como lo establece la Constitución Política.

En el fondo, esto refleja la persistente lógica del “cártel de la mentira” y la estigmatización dirigida a desvalorizar el papel fiscalizador de la prensa, una estructura que menoscaba la labor crítica del periodismo y la legitimidad del control del poder, erosionando así la libertad de prensa y de expresión, pilares fundamentales de toda democracia sólida.

La Carta Magna remarca que los servidores públicos están al servicio exclusivo de los intereses colectivos, no de grupos políticos particulares. Su función primordial es garantizar el bienestar común, actuar con probidad, eficiencia y transparencia, y fortalecer la relación directa entre el Estado y la sociedad. Sin embargo, en la práctica, estas obligaciones se ven frecuentemente relegadas por actitudes autoritarias y prepotentes que no solo mancillan la institucionalidad, sino que también desprecian la labor de la prensa.

Las ciencias sociales remarcan que identificarse con el poder en lugar de servir es una trampa que alimenta el autoritarismo y el desprecio. Tal como planteaba Hannah Arendt, “el poder verdadero solo puede existir basándose en el consentimiento de los gobernados”, y cuando ese poder se sostiene en la prepotencia y la imposición, se convierte en tiranía.

Las actitudes autoritarias revelan, además, un machismo estructural profundamente enquistado en nuestras sociedades. Esta prepotencia se manifiesta con frecuencia en una misoginia silenciosa pero persistente: las voces femeninas que se atreven a ocupar espacios públicos y a ejercer un control crítico sobre el poder son sistemáticamente silenciadas o relegadas, y lo que es peor, violentadas no sólo verbalmente, sino también físicamente e incluso asesinadas, como Juana Quispe. En el trasfondo de esta dinámica subyace un deseo oscuro y retrógrado de devolverlas a las “cuevas”, al hogar y a roles subalternos, manteniéndolas invisibles y marginadas en la esfera pública.

Durante gran parte del siglo XX, la mentalidad señorial, colonial, criolla y paternalista aseguró que las mujeres tuvieran una voz y presencia devaluada, posicionándolas como ciudadanas de segunda o incluso tercera categoría. Sin embargo, esa realidad fue profundamente cuestionada y transformada cuando irrumpieron en el periodismo con fuerza figuras tenaces, inteligentes y disruptivas como Adela Zamudio, Hilda Mundy o Modesta Sanjines, entre otras voces brillantes.

Estas pioneras no solo desafiaron abiertamente el poder patriarcal, sino que, a través de la fuerza y compromiso ético de sus escritos, lograron levantar voces que fueron escuchadas. Supieron plasmar las realidades propias del ejercicio real de la ciudadanía y la ética colectiva, contribuyendo a la construcción de una comunidad política capaz de trascender límites locales y regionales, sembrando las semillas para una presencia creciente y sólida de las mujeres en la esfera pública y mediática.

Sin embargo, esta presencia y estas conquistas parecen despertar, en la memoria colectiva atávica, el resurgir del rol autoritario y explotador de los encomenderos coloniales, que Lariza Pizano describe como una función pública comercializable. Los encomenderos, con un carácter casi mítico y sucesores directos de los caciques indígenas, ejercían su poder en estructuras patriarcales donde las mujeres y las poblaciones indígenas eran consideradas ciudadanas de segunda o tercera categoría, con escaso reconocimiento y derechos limitados. Esta herencia histórica aún impacta en las actitudes y estructuras políticas actuales.

En este contexto, las ciencias políticas identifican la prepotencia, el machismo y la ignorancia en los caudillos del siglo XXI como expresiones contemporáneas de ese poder patriarcal y autoritario que, pese a los avances democráticos, persiste en las estructuras sociales y políticas. Estos líderes, sostenidos por discursos carismáticos y popularidad, toman decisiones personales inflexibles que fomentan la intolerancia y excluyen a quienes disienten, ejerciendo su poder sin respeto por la institucionalidad ni la pluralidad democrática.

Estos comportamientos machistas y prepotentes son esencia del sistema patriarcal que mantiene privilegios masculinos a través de la dominación simbólica y material, por lo que la hegemonía política masculina persiste en conservar el control y el sometimiento, resistiendo así las transformaciones que promueven relaciones sociales más igualitarias y democráticas. Esta resistencia se acompaña, además, de un desprecio explícito hacia el conocimiento social y una férrea negación a la transformación institucional necesaria para lograr avances en derechos y equidad.

Por ello que el caudillismo contemporáneo, el liderazgo personalista y autoritario sigue vigente, como parte del campo político, en el que esa masculinidad hegemónica reniega de ante la presencia de las mujeres, si no son genuflexas ante el poder del caudillo, reproduce el poder autoritario, opresivo y excluyente que tanto se critica.

Ha sido necesaria una resistencia tenaz para que el siglo XXI se abra con la promesa de ser, como dijo Gloria Steinem, “un siglo de mujeres o no será”. Así, el periodismo responsable, desde la denuncia, la fiscalización y la ética, se erige como una luz que interpela y construye esperanza.

En palabras de Václav Havel, “la libertad de expresión es el derecho de decirle a las personas lo que no quieren oír”. Esta libertad es fundamental para una democracia sólida donde la prensa fiscalice los poderes del Estado. Cualquier intento de menoscabarla, especialmente bajo actitudes machistas o prepotentes, pone en riesgo la vigencia de los derechos humanos y la equidad social.

La lucha de las mujeres en el periodismo, la política y la sociedad es una batalla contra injusticias y una cultura política excluyente. Defender nuestros derechos es defender la dignidad, justicia y equidad que debe ser acompañada por un periodismo que ejerza con valentía su rol fiscalizador y ético en beneficio de toda la sociedad.

Como afirmó Ángela Davis, “no estoy aceptando lo que no puedo cambiar, sino cambiando lo que no puedo aceptar”.

 Patricia Flores Palacios es magíster en ciencias sociales y feminista queer.



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