He criticado varias veces en esta columna la perniciosa idea de la “justicia social”. Mi argumento (asentado, por supuesto, en una larga tradición liberal) es que la justicia no puede adjetivarse. No puede haber justicia, propiamente dicha, si su administración persigue objetivos que van más allá de la objetiva observación de los hechos y los méritos de los que la buscan. Un juez que imparte justicia deberá castigar al ladrón al comprobarse el robo, independientemente de que el ladrón sea muy pobre y provoque lástima, o de que la víctima sea muy rica y provoque antipatía. Es un contrasentido, por lo tanto, hablar de “justicia social”, “justicia redistributiva”, “justicia indígena”, “justicia alimentaria” etc. La justicia es justicia y punto.
La imparcialidad (el respeto a los hechos y no a las emociones) es fundamental y está representada por la venda que cubre los ojos de la Dama de la Justicia, la representación alegórica de la justicia de la antigua Roma. Aparece incluso en la Biblia (Levítico 19:15): “No harás injusticia en el juicio, ni favoreciendo al pobre ni complaciendo al rico; con justicia juzgarás a tu prójimo”. Su importancia radica en que garantiza que todos (sin importar el nivel de ingreso, edad, lugar de origen, color de piel, etc.) seamos iguales ante la ley.
Abandonar la imparcialidad y la objetividad para lograr ciertos objetivos sociales (como el alivio de la pobreza, o la igualdad de oportunidades, o el acceso a ciertos bienes y servicios) es peligroso (e injusto) porque genera trato desigual ante la ley, castiga al inocente y reduce los incentivos productivos. Si hacemos, por ejemplo, que aquellos que acumularon fortuna de forma legítima y con mucho esfuerzo individual paguen impuestos mucho mayores a los que pagan los pobres en aras de una “justicia redistributiva”, estaremos castigando a una persona inocente y productiva. Si, además, como dice Hayek, el abandono de estos principios fundamentales se canaliza a través del proceso político, el resultado último puede ser el totalitarismo. Los políticos que pretendan diseñar la “sociedad ideal” de acuerdo con sus propios valores y emociones tratarán de justificar una administración subjetiva de la justicia (y la consecuente supresión de la libertad individual) como un sacrificio válido en pos de un objetivo que ellos consideren legítimo.
Pero pese a esta inconsistencia lógica y a los peligros reales que conlleva, la idea de “justica social” es muy popular entre los votantes. ¿Por qué? Es posible ensayar al menos dos explicaciones (sugiero leer el ensayo sobre Hayek de mi buen amigo Julio Cole, profesor de la Universidad Francisco Marroquín). La primera es que la sociedad de hoy, amplia, global y moderna (lo que Hayek llama el “orden extenso”) es una construcción relativamente nueva en la historia de la humanidad. En la sociedad de hoy interactuamos permanentemente, pero no nos conocemos y no perseguimos los mismos objetivos. Esta nueva realidad es muy distinta a la forma de vida que tuvimos la mayor parte de nuestra existencia en este planeta. Por miles de años el ser humano vivió en pequeñas tribus, clanes o familias.
En ese “orden reducido,” la cercanía y los lazos sanguíneos o fraternos hacían visibles méritos adicionales a la productividad (nadie, por ejemplo, veía como una “injusticia” que los adultos de la tribu recibieran bienes y servicios sin haberlos producido porque se sabía que estos habían contribuido a la tribu en el pasado). Es muy posible entonces que, aunque la realidad actual del “orden extenso” sea completamente distinta, evolutivamente todavía mantengamos aspectos de nuestra humanidad que nos hagan proclives a aceptar, o incluso reclamar, ciertos objetivos de “justicia social”: protección a los ancianos, una malla de seguridad para los pobres, educación para todos los niños, etc.
La segunda explicación es que los seres humanos tendemos a extender el sentido de “justicia” más allá de los resultados observados. Probablemente la mayoría de las personas consideren que la fortuna de Bill Gates o Jeff Bezos es justa porque la consiguieron de manera legítima y con mucho esfuerzo, pero es muy posible también que las mismas personas consideren un tanto “injusto” que alguien que también lo intentó con el mismo ahínco y coraje no tuvo la suerte de los primeros. Es como en el fútbol: a muchos les puede parecer injusto que el equipo que jugó mejor termine perdiendo.
No quiero argumentar acá que estos sentimientos que extienden el sentido estricto de justicia sean necesariamente correctos o lógicos, porque, así como la religión, son precisamente eso, sentimientos que no se pueden juzgar fríamente desde la racionalidad. Pero tampoco quiero argumentar, como Hayek, que sean “fraudulentos”, “absurdos” o “atávicos”. Los sentimientos importan, son reales y no se los puede descartar en el proceso de construcción social. Ignorarlos, sobre todo en el proceso político y de construcción de políticas económicas, puede resultar fatal para la construcción de una sociedad que otorgue cada vez más libertades al individuo.
Antonio Saravia es PhD en economía (Twitter: @tufisaravia).