Muchos experimentos de política económica, desde mediados del siglo XX, tienen un recorrido entre su formulación y su fracaso, volviendo a la casilla de partida, de unos 10 años o menos. Unos pocos son más longevos, como el de nuestra estabilización de 1985, que duró hasta que el MAS la echara a perder.
Después del derrocamiento del presidente Salvador Allende en 1972 y hasta 1982, la economía chilena se había estabilizado, crecía a buen ritmo y el país se había convertido en un receptor importante de inversión extranjera. El Wall Street Journal se deshacía en elogios a los Chicago boys que habían logrado semejante milagro y lo mostraba como ejemplo a seguir. Pero en 1982, la economía chilena no pudo resistir la crisis de deuda externa. El PIB cayó en 33% (dato de la CEPAL) y se desató un caos en el sistema financiero privado. El Banco Central tuvo que rescatarlo con 5.000 millones de dólares.
Se abandonó también el sacrosanto tipo de cambio fijo, que había sido clave para controlar la inflación, pero que le había quitado competitividad al peso chileno. Con mucho pragmatismo se modificó la política cambiaria, no sin que antes sufriera algunos sacudones. A principios de los años 90 se adoptó la política de “metas de inflación”, manteniendo el tipo de cambio flexible.
En 1991 se anunciaba el plan de convertibilidad en Argentina, con dos medidas: un tipo de cambio superfijo, que solo podía ser modificado mediante ley de la república, y el respaldo al 100% de la base monetaria con reservas internacionales, lo que quería decir que el Banco Central emitiría un peso solamente si tenía un dólar de reservas internacionales. Estuve en una conferencia de economistas en Buenos Aires a comienzos del plan de convertibilidad. Manifesté mi escepticismo con el tipo de cambio superfijo y mis comentarios cayeron como un balde de agua fría. Los participantes argentinos pensaron, pero no lo dijeron por educación, que “a ese bolita había que ponerlo en el primer avión de regreso a La Paz”. Lamentablemente el bolita tuvo razón, la convertibilidad se había convertido en una camisa de fuerza y tuvo que ser abandonada en 2001. Los mercados financieros, con su “exuberancia irracional” en la terminología del expresidente del Banco Federal de Reserva, Alan Greenspan se regocijaron con los primeros resultados de la convertibilidad, pero cuando aparecieron pequeñas rajaduras en su fachada, castigaron sin misericordia a los bonos soberanos argentinos, mucho más allá de toda racionalidad. Embarcaron a Argentina en una cruel crisis.
Ahora, que estos mismos mercados y la prensa financiera internacional están muy entusiasmados con el experimento Milei, harían bien en recordar lo que pasó con la convertibilidad. Sin duda, los resultados del saneamiento fiscal de Milei, difíciles políticamente, y la caída de la inflación son impresionantes, pero no bastan y hay mucho todavía que hacer en el campo cambiario y monetario, como levantar el control de cambios (el cepo cambiario) y atenuar la sobrevaluación del peso (la Argentina está muy cara en dólares). Felizmente la dolarización y dinamitar el Banco Central no han pasado de ser bravuconadas electorales.
En el país tuvimos también un periodo de bonanza entre 2008 y 2014 (seis años). La cooperación internacional quedaba boquiabierta con los resultados económicos nacionales, subestimando lo que se debía al auge exógeno de las exportaciones. Era la primera vez en la región que un gobierno populista no había arruinado la economía. Se hablaba del milagro económico boliviano: buen crecimiento, inflación controlada, reducción de la pobreza y de la desigual distribución del ingreso. Pocos advirtieron de las fallas estructurales como la excesiva dependencia de las exportaciones de gas natural, cuyos yacimientos además se iban agotando rápidamente, el elefantiásico crecimiento del sector público y la sobrevaluación cambiaria. A esos pocos escépticos, el gobierno los calificaba de “simples opinadores” y “vendepatrias”. Lamentablemente los simples opinadores tenían razón.
Juan Antonio Morales es PhD en economía.