El debate presidencial del domingo pasado causó gran expectativa. Por fin se tenía un evento de esa naturaleza. No se tuvo que lamentar, como en anteriores ocasiones, que el principal candidato se negara a enfrentarse con sus adversarios políticos con la sandez de que “sólo debatía con el pueblo”. Fue importante el debate, pero la mayor parte de los televidentes se quedaron con hambre: les hubiese gustado escuchar algo más sustancioso.
Por el formato, el debate tuvo muy poco tiempo para la exposición de los programas, lo que puede fácilmente corregirse en el futuro. Los candidatos se quedaron en generalidades y en vagas promesas. Si bien todos prometen resolver los problemas acuciantes de la falta de dólares y de combustibles, no dijeron o no precisaron cómo lo harían. No hubo una explicación completa de cuál sería la política cambiaria que seguirían ni cómo desmantelarían la subvención.
Todos los candidatos ofrecían rebajar los impuestos, lo que puede ser muy popular, pero no se compadecen del hecho de que hay que cerrar un déficit de 10% del PIB. Las medidas de mayor eficiencia administrativa y, por ende, de menor gasto público no son suficientes y se necesitará también aumentar los ingresos tributarios.
Algunas de las ideas lanzadas al vuelo eran de gran alcance, pero faltó que se las sometiera al escrutinio por los candidatos que se oponen. Hicieron bien los candidatos más importantes en no prestarle atención ni darles tiempo a los dos candidatos con pocas posibilidades electorales: Fernández y Del Castillo, a pesar de que ellos se mostraron muy agresivos. Fernández sacó a relucir una supuesta conspiración trumpista, gestada en Harvard, dolido porque no lo habían invitado.
Del Castillo empleaba fotografías, algunas tan antiguas como las de 1992, como sustituto de ideas y de programas. Hacía falta una verificadora de la verdad de sus acusaciones (fact checking). La “répartie” (réplica rápida), como se dice en francés. En el caso de Samuel Doria Medina, la acusación de que participó en el gobierno de Añez fue aguda. Él le retrucó a Del Castillo diciéndole que si hubiese estado en el gobierno de Añez ya lo hubiera tomado preso.
La idea de un capitalismo popular de Tuto Quiroga, distribuyendo las acciones de las empresas públicas entre todos los bolivianos, merece más discusión. Se tiene la experiencia de Yeltsin, luego de la caída de la Unión Soviética, que terminó con el acaparamiento de las acciones en pocas manos y fue la base de una nueva oligarquía. Esto es un peligro, pero no es inevitable.
La capitalización de Sánchez de Lozada fue también un ensayo de capitalismo popular, más limitado, aunque más imaginativo que el propuesto por Tuto, con resultados mixtos. El Bonosol y el Fondo de Capitalización Colectiva dependían estrechamente del éxito de la capitalización. Se logró atraer a compañías extranjeras de buena reputación para hidrocarburos, electricidad y telecomunicaciones. En cambio, aventureros se hicieron cargo de los ferrocarriles y de la línea aérea.
La idea de Samuel de extender las transferencias condicionadas, como el Bono Juancito Pinto, a los niños de edad preescolar es muy buena y ha dado buenos resultados en muchas economías avanzadas en el aprovechamiento escolar. Samuel tenía una veta rica que podía explotarla más. Faltó también que explicará con más detalle su programa de 100 días, sin el carajo. Perdió preciosos minutos en hacernos conocer que es buen empresario, que no es lo mismo que ser un buen administrador de la cosa pública.
La idea de Manfred de titularizar los futuros ingresos del litio (es decir, traer al presente los futuros ingresos por la venta del litio) parece interesante a primera vista, pero primero hay que cazar al oso antes de tratar de vender su piel. La titularización de los ingresos del litio chocaría con prohibiciones constitucionales.
A principios de este siglo se propuso titularizar los ingresos del gas, pero se desechó la propuesta porque la titularización hubiese servido como medio conveniente para financiar los déficits de la época y no para las inversiones necesarias para un crecimiento sostenido.
Juan Antonio Morales es Phd en economía, fue presidente del Banco Central de Bolivia.