El tango Cambalache no es solo una obra musical, sino un espejo magistral que refleja la eterna danza de corrupción, imposturas y mediocridad que atraviesan las sociedades. Enrique Santos Discépolo, su creador, fue un visionario, un profeta que cantó para la “década infame” argentina (la de 1930). Sin embargo, sus versos muestran una verdad universal: las cosas pueden cambiar de fecha, pero no de esencia. Bolivia, en pleno siglo XXI, sigue siendo una pieza más de ese engranaje que Discépolo retrató con tanta lucidez.
Hoy, al igual que en aquella “década infame”, vivimos un cambalache donde todo está en venta. Desde la chatarra y los desechos del primer mundo que invaden ferias como la 16 de Julio, hasta las lealtades, las obras municipales, las gubernamentales, las candidaturas y las ideologías. Los políticos siguen ofreciendo promesas, como ayer, hoy y seguramente, mañana. Y como anticipó Discépolo, “han habido chorros, maquiavelos y estafaos” en este mundo que “fue y será una porquería, ya lo sé, como en el 510 y en el 2000 también”, un ciclo interminable de cinismo, despojo y corrupción que parece no tener fin.
Un mundo de dublés, de simulacros y falsificaciones obscenas, donde los recursos estatales, destinados a agua, saneamiento, salud y educación son saqueados sin escrúpulos. Tal como diría Discépolo, vivimos en una realidad de farsas descaradas, evidenciada en cientos de “obras fantasma” y piedras fundamentales que marcan proyectos inconclusos, gestionados por “servidores públicos” que llenan sus bolsillos incluso con fondos de cooperación internacional. En comunidades rurales, donde no hay ni un pozo para el agua prometida, se percibe la profundidad del despojo.
Y aunque el escenario político esté lleno de sonrisas impostadas en afiches, spots o muros de oficinas públicas, no alcanzan para obnubilar las grietas profundas de una realidad lacerante: centros de salud donde la precariedad es el diagnóstico constante y la dignidad, una esperanza perdida. Los más vulnerables, aquellos que solo tienen su dolor como compañía, enfrentan la desatención como si fuera parte de un destino inevitable.
Así, la profecía de Discépolo se proyecta al siglo XXI cargando consigo el eco de las utopías rotas. La descolonización, que alguna vez prometió redención, se desmoronó bajo el peso de las topadoras chinas, la expansión de la agroindustria y la biotecnología “monsantina”, junto con las ambiciones de las mineras criollas.
En este siglo, la “maldad insolente” quedó al descubierto en el TIPNIS, donde la defensa del derecho colectivo de los pueblos indígenas se enfrentó al rugido implacable de las máquinas. Las demandas de quienes luchaban por su tierra y territorio, su hogar y su historia pretendieron ser ahogadas frente al acuerdo entre el gobierno boliviano y el brasileño para construir una carretera, atravesando el corazón del TIPNIS y desvirtuando la promesa del vivir bien.
Con avales oscuros, las fuerzas rapaces continúan devorando la riqueza natural del país a través de incendios inmisericordes que arrasan con la vida de los ríos, los bosques y las montañas, dejando tras de sí un rastro de desolación: etnocidio y pobreza extrema. La tierra, antes fértil y prometedora, se ha convertido en un lienzo vacío donde el espejismo de la riqueza engorda los bolsillos de unos pocos, mientras la ciudadanía es despojada de sus derechos, sus territorios y sus sueños, impotentes cómo sus tradiciones son enterradas en un lodazal de codicia y traición. ¿Será este mismo lodo que nos manosea el lugar desde donde aprendemos a levantarnos?
En este cambalache de ignorantes, sabios o chorros, las narrativas orwellianas moldean realidades a medida, mientras una modernidad de “cartón piedra” se adorna con pastos sintéticos y elefantes blancos. Se destacan cifras enormes que deslumbran en los discursos, pero se ocultan las heridas profundas de sectores rurales expoliados hasta de su última esperanza. En ellos, la pobreza no es solo una estadística, sino un grito silenciado entre la indiferencia y el olvido.
“Igual que en la vidriera irrespetuosa, de los cambalaches se ha mezclao la vida” la cooptación política ha transformado la lucha por los derechos en una farsa coreografiada para perpetuar el statu quo. Así como la corrupción, que lejos de ser un mal oculto, se ha institucionalizado y está presente en toda la vida de la sociedad y el Estado.
Mientras los discursos oficiales pregonan promesas de progreso, los habitantes de las tierras bajas o de las comunidades olvidadas en las fronteras con Chile o Perú encaran una realidad diametralmente opuesta provocada por la indiferencia del Estado que se evidencia en la carencia de servicios de calidad de agua potable, salud o educación. Allí campos de fútbol de pasto sintético se observan desolados en medio de la nada, convertidos en símbolos patéticos del abandono.
Las distopías del “cambalache problemático y febril en el que no afana es un gil”, bajo la máscara de una modernidad que presume progreso, se extiende una desigualdad tan vasta como el mismo territorio. Pero, ¿hasta cuándo seguiremos revolcaos en este merengue? ¿Hasta cuándo los inmorales seguirán dictando el rumbo?
Quizás, como sugirió Discépolo en su amarga ironía, “allá en el horno nos vamos a encontrar”. Pero el destino no está sellado. Mientras haya quienes no se resignen, quienes trabajen para transformar el lodo en cimientos firmes, todavía queda esperanza de un nuevo cambalache, menos febril.
Patricia Flores Palacios es magister en ciencias sociales y feminista queer.