“Al exacerbar la desigualdad económica, saquear los activos estatales, favorecer la ideología sobre la experiencia, y matar, encarcelar y forzar al exilio a un gran número de personas talentosas, los hombres fuertes empobrecen las sociedades que gobiernan”
Ruth Ben-Ghiat
Según la historiadora Ruth Ben-Giat autora del libro Hombres fuertes: de Mussolini a Trump (2020) los gobiernos autoritarios tienen patrones comunes: el Poder Ejecutivo controla todo; la economía opera en las sombras, surge una cleptocracia y prosperan los sobornos y coimas. Se elimina la separación de poderes, no se rinde cuentas, se busca controlar los medios de comunicación y las redes sociales y la política se orienta por el interés personal. En la esencia del gobierno autoritario está la afirmación de que el líder y sus funcionarios están por encima de la ley, por encima de la justicia, y no tienen compromiso con la verdad.
En su estudio que incluye desde la Italia de Mussolini hasta el gobierno de Trump –no analiza los autoritarismos de izquierda– concluye que el atractivo de los líderes autoritarios u “hombres fuertes” cuyos cultos a la personalidad e ideologías populistas los venden como “uno de nosotros’, es también la razón por la que mucha gente no los ve desde el principio como peligrosos. Eso ocurrió con Hugo Chávez, Evo Morales, Daniel Ortega. Los rasgos autoritarios hermanan a Trump con Putin y a Evo con Bukele. Ese es tema para otra discusión.
El triunfo de Trump en las elecciones norteamericanas es el último episodio del avance del autoritarismo en el mundo. Es llamativa la importancia que la autora le asigna al machismo como rasgo sustantivo, algo de lo que tenemos evidencia abundante y actual en muchos países. Lo más interesante es la forma como Ben-Ghiat, en una entrevista con el periodista mexicano León Krauze, muestra que el autoritarismo es una construcción de largo plazo. Poniendo el ejemplo de Trump, dice “No hay casi nada en la lista del autoritarismo que Trump no haya empezado a hacer”. El autoritarismo necesita raíces. El odio se aprende.
En Bolivia estamos ante una construcción del caudillo que resulta de una acción persistente por destruir las instituciones incluidos los partidos políticos. Eso es lo que el MAS ha hecho durante sus gobiernos al punto que lo que fue su fortaleza, es hoy lo que lo tiene en una severa crisis; una labor para mimetizar al caudillo con la nación y con el pueblo; el culto a la personalidad de Evo Morales que se mantiene aunque reducido, lo ha convertido en uno de los dolores de cabeza del Presidente Arce.
El caudillo, cuya construcción requirió del llunkerío y el prebendalismo se ha erosionado y nos muestra un caudillo lastimado y a su competidor casi paralizado. El MAS se ha quedado sin el hombre fuerte, sin el líder mesiánico, imprescindible para la continuidad del proyecto populista. No se trata solo de la corrupción y la destrucción de las instituciones si no de la importancia que ha alcanzado la lenta erosión del machismo.”
Carajo, les quiero decir a esos señores, que yo sí tuve el valor de quedarme aquí y luchar por mi gente y no me escondí y no me escapé”, decía la actual alcaldesa de El Alto Eva Copa quien fue la primera en darle un portazo a Morales. El caso Zapata y los abusos sexuales muestran la naturaleza sistémica de su machismo. La masculinidad del jefazo ha funcionado junto con la violencia, la corrupción y el miedo, como la amalgama de su poder. Hoy día el pilar machista, pone en riesgo el proyecto político del MAS. Los derechos de las mujeres provocan miedo. ¿Será suficiente para que surjan nuevos liderazgos?