Nos estamos quedando sin palabras, sin conceptos, sin ideas. La palabra golpe es el mejor ejemplo, pero no el único. Ya cuando Evo Morales fugó a México, después del fraude electoral en 2019 y de haber perdido un referéndum, las bolivianas tuvimos que lidiar “contra el cuento del golpe de Estado”.
Aun recuerdo al chileno José Miguel Insulza, por nombrar algún cara conocida, quien definía como golpe cualquier situación donde estuviera presente un militar; también se generó una red de militantes y operadores políticos que apoyados en una descripción falsa de los hechos invadieron las redes, los foros internacionales y cuanto espacio estaba disponible para “victimizar al indio”, como lo llama Lula.
No se debe olvidar que el entonces candidato Luis Arce no quiso opinar sobre si hubo golpe en 2019 “porque no era politólogo”. Luego dijo que el Gobierno de Jeanine Áñez fue constitucional, pero poco tiempo después se alineó con la narrativa oficial inventada por el MAS y de ahí en adelante, a pesar de las evidencias sobre el fraude y la fuga de Morales, aún hay demasiada gente que no da el brazo a torcer. Parte de la cada vez más debilitada ciudadanía sigue librando un debate sobre si hubo golpe o fue fraude.
Golpe es una palabra devaluada y empeora cada vez que se la acompaña de adjetivos improvisados: “golpe blando”, “golpe blanco” y una sarta de nombres que nada tienen que ver con los que desembocaron en dictaduras militares y miles de víctimas. Cada vez que algunos gobiernos se sienten criticados, hablan de “golpe”. Se ha vuelto un comodín.
La semana pasada lograron vaciar aun más el concepto de golpe convirtiéndolo en una palabra de significados vacíos. El general Juan José Zúñiga, el de bajas calificaciones –era el número 47 de su promoción–, convertido en comandante por su amigo el Capitán General, rompió a tanquetazo limpio la puerta del Palacio Quemado acompañado de unos pocos camaradas; el Presidente, objeto de la asonada, salió a decirle amablemente que se retirara.
Algunos llamaron a ello “autogolpe”, alguien lo calificó de “bellacada” y para otros fue un “intento de golpe”. La versión que más prevaleció, proveniente de varios lados del espectro político, considera que lo ocurrido es un “autogolpe” y que Arce y Zúñiga decidieron juntos esa puesta en escena para mitigar el desprestigio del Gobierno y el descontento social.
Ni tan tan, ni tan poco. En primer lugar, aun no sabemos casi nada, se está tomando como la única realidad lo que vimos por la televisión y las redes, algo así como haber visto el decorado de la torta, pero no sabemos por ejemplo qué conversaciones hubo entre los protagonistas, qué papel jugaron los gobiernos amigos y los otros, cuánto de planificación o de impulsos primarios influyeron en el golpista, etc. En fin, a partir de ahora la palabra golpe no sirve para mucho. Más importante será, como la ha pedido la Asamblea de Derechos Humanos, que se atiendan los graves problemas que enfrenta el país.
Ojalá que el golpe-autogolpe-asonada-bellacada no sirva para seguir persiguiendo a los adversarios políticos y acabar con el principio de inocencia tan venido a menos en nuestro país.