La cultura es el conjunto de formas de ser y
de hacer las cosas de una sociedad. Por eso la academia la define como al
conjunto de identidades y prácticas comunes que comparte una colectividad,
determinado en función de la relación de la gente consigo misma, con las demás
personas, con la naturaleza y con lo sobrenatural (Guardia, 2003). Entre las
formas de ser, se notarán las diferentes maneras de ver el mundo (cosmovisiones),
creencias (religiones, etc.), formas de comunicarse y expresarse (idiomas,
etc.), y de vestir. Entre las formas de hacer las cosas, hay diferentes maneras
de convivencia, de organización, de producción y de intercambio de bienes y
servicios.
Parte de todo eso es también la producción artística, de atuendos, de estilos de comida, de edificaciones, entre otras. Con el tiempo se las llega a decir cultura o arte tradicional y, luego, ancestral o el adjetivo que se le asigne según la época en la que se produjo (rupestre, barroca, colonial, republicana, etc.), o según los pueblos de donde provienen (egipcia, clásica, incaica, etc.).
El problema es que el objeto de la gestión cultural suele reducirse únicamente al arte y al patrimonio cultural. Por eso, las unidades de cultura de los gobiernos suelen dedicarse a promover el arte y a revalorizar las prácticas tradicionales y ancestrales, con la finalidad de demostrar una supuesta identidad cultural de su sociedad, organizando presentaciones escénicas, exposiciones, ferias, concursos de canto, baile, literatura y ensayos; entradas folclóricas, festividades religiosas, entre otras, olvidando que uno de los principales roles de los gobiernos en la gestión cultural es el de trabajar en el cambio cultural de su población.
Si bien, en función de la interculturalidad, no se debe pretender imponer determinadas identidades y prácticas de un pueblo sobre las de otro u otros pueblos (colonización cultural), es potestad de cada cual decidir adoptarlas. Entre esto, también, evaluar sus propias identidades y prácticas para detectar las que sean nocivas por haber sido impuestas con fines de dominio o por vulnerar los derechos individuales o colectivos de las demás personas, de los animales o de la naturaleza. En función de esto, decidir cambiarlas (descolonización cultural).
En la actualidad, los derechos, los de los animales y los de la naturaleza se han constituido en los estándares del relacionamiento entre personas, y de estas con los animales y con la naturaleza, por lo que fungen como criterios para la evaluación cultural de una sociedad. Conforme a los pactos internacionales, donde se encuentren prácticas que vulneran esos derechos, se supone que los gobiernos están obligados a trabajar en la transformación, esto es, en el cambio cultural de su sociedad.
La gestión del cambio cultural implica desarrollar e implementar estrategias dirigidas a modificar actitudes y comportamientos colectivos. Para ello, no basta con las acciones de difusión de derechos y las de concientización, ya que únicamente suelen tener efecto en las actitudes (en lo abstracto). Para muestra, se podría conseguir que la gente esté de acuerdo en que el trabajo de cuidado de los hijos no es responsabilidad exclusiva de las mamás, sino también de los papás (cambio de actitud), pero que éstos se hagan cargo efectivamente de ese trabajo en equilibrio (cambio de comportamiento, lo que es concreto) se logra con acciones mucho más estratégicamente diseñadas. A la acción mediática orientada a esa modificación de actitudes y comportamientos colectivos se la denomina de educación ciudadana.
No se debe olvidar que la gestión implica un proceso que pasa por un diagnóstico situacional, la planificación, la ejecución y la evaluación. La gestión del cambio cultural, por tanto, implica identificar las actitudes y comportamientos nocivos de una colectividad, diseñar las acciones más eficaces para modificarlas, ejecutar esas acciones y luego ver la medida en que se lograron cambios. Lo propio si se desea promover el arte o revalorizar las prácticas tradicionales y ancestrales, debe esto responder a un problema o una necesidad para que la inversión pública en eso esté justificada.
Gran parte de los problemas de calidad de vida de las sociedades tiene que ver con el mal comportamiento de su gente. Así, se estima que la modificación de malos comportamientos conlleva una incidencia de más del 50% en la mejora de la calidad de vida. Sin embargo, ni los gobiernos ni la cooperación suelen invertir en el cambio cultural, sino únicamente en obras y servicios. A contramano, los gobiernos destinan un vasto presupuesto supuestamente a la información pública, cuando en realidad se trata de propaganda política. Si se prohíbe esto, podría trasladarse todo ese dinero a la educación ciudadana, es decir, al cambio cultural para la mejora de la calidad de vida. Si lo que le interesa a los gobernantes es mejorar su imagen ante la población, esta forma sería incluso mucho más efectiva que la tan mal vista inversión del dinero público en propaganda de beneficio particular de los políticos.
Carlos Bellott es constitucionalista en temas de organización y funcionamiento del Estado.