Recuerdo la primera vez que escuché sobre la sororidad en un taller memorable impartido por Marcela Lagarde en La Paz durante los años 90. Lagarde, destacada académica, feminista y legisladora mexicana dijo que es un término que había encontrado en otros idiomas como “sororité” (en francés) o “sisterhood” (inglés). Encontré este concepto y me apropié de él”, compartió, aludiendo a su profundo significado: un reconocimiento de igualdad entre mujeres donde no existen jerarquías sino un respeto genuino por la autonomía de cada una.
Históricamente, la sororidad ha permanecido soterrada y ha sido cultivada por mujeres diversas, defendiendo y resistiendo por su libertad; en medio de fogones, hilados, bordados y masas, tejían textos literarios y libertarios, escribían bitácoras de pócimas sanadoras y dialogaban con el cosmos para comprender los ciclos de la vida, desde la menstruación y los partos hasta la muerte, el cierre del ciclo vital.
Este concepto ha sido un hilo conductor en la historia del feminismo, buscando recuperar y validar las sabidurías ancestrales de las mujeres, a menudo marginadas y perseguidas, como las “brujas” de la Edad Media, quemadas en la hoguera por cultivar conocimientos que desafiaban el poder patriarcal, las normas establecidas y los mandatos religiosos.
Mujeres que no solo fueron condenadas por su sabiduría, rebeldía creativa, su negativa a ser silenciadas y también por el hermanamiento y complicidades, matizadas por risas y llantos, que tejían entre ellas, consideradas amenazas para el orden patriarcal y religioso.
Su conocimiento abarcaba desde los más complejos secretos de la medicina, que facilitaban la creación de vida desde el embarazo hasta el parto, hasta las interrelaciones cósmicas que regulaban los ciclos agrícolas, íntimamente conectados con los ritmos de la naturaleza; sabidurías que emergieron como faros de resistencia; y cuyas lucha el conocimiento y la libertad se convirtieron en lazos ancestrales del feminismo
En pleno siglo XXI, hoy en medio de la revolución digital, las mujeres afganas enfrentan la amenaza de ser decapitadas o quemadas por el régimen talibán. Sin embargo, en medio de esta brutal opresión, han desplegado un coraje inquebrantable, arriesgando sus vidas al establecer escuelas clandestinas en sus hogares, disfrazadas de clases de cocina, pastelería o costura.
Estas heroínas educadoras no solo alfabetizan sino que también imparten matemáticas, biología, ciencias y química, así como árabe e inglés, proporcionando herramientas intelectuales esenciales a las nuevas generaciones; actos de resistencia y de hermanamiento potente que las unen en su lucha contra la opresión inmisericorde y la miseria del régimen talibán.
Como denuncia Amnistía Internacional, la violación de las estrictas normas misóginas impuestas por los talibanes conlleva castigos severos, desde torturas, encarcelamientos a asesinatos, afectando también a aquellos hombres que se atrevan a ayudar. La sororidad entre las mujeres afganas no solo les permite enfrentar la adversidad, sino que también la fuerza para seguir resistiendo, desafiando la brutalidad del régimen y construyendo túneles soterrados para que la educación y la dignidad sean luces de esperanza para la niñez y adolescencia afgana.
En un contexto donde, tras la guerra, dos millones de mujeres quedaron viudas y muchas se encuentran en una situación de extrema vulnerabilidad y miseria, el apoyo mutuo se convierte en un oxígeno vital, un refugio y fuente de fortaleza, donde las experiencias compartidas se transforman en esperanza, cada día más diezmada.
La sororidad se entrelaza con “acuerpamiento”, ese acompañamiento activo que ha permitido el florecimiento de redes de contención en situaciones críticas, como cuando una niña o adolescente es violada o cuando una compañera llega magullada tras una golpiza. Cobijos de apoyo esenciales en medio de las guerras y las múltiples violencias que caracterizan el régimen talibán.
La sororidad desafía la narrativa que “la peor enemiga de una mujer es otra mujer”, una supuesta competencia destructiva; promueve el apoyo mutuo como pilares de autodeterminación y fortalecimiento de las mujeres. La sororidad no es solo un término, sino un movimiento social para conquistar derechos humanos y han desarrollado un lenguaje feminista que visibiliza las opresiones, como el concepto de “feminicidio”, acuñado por Marcela Lagarde para describir la violencia hacia las mujeres en Ciudad Juárez.
En el contexto boliviano, la sororidad fue instaurada por Mujeres Creando, pero desde su propia episteme, en los años 90 que se tradujo en sus expresivos grafitis, desde entonces símbolos de resistencia, con la frase emblemática de María Galindo: “Indias, putas, birlochas, chotas y lesbianas, juntas, revueltas y hermanadas”.
Esta declaración encapsula la esencia de la sororidad y la lucha feminista anticolonial y antisistémica de Mujeres Creando y que casi 30 años después se ha expandido a “Mujeres en busca de Justicia”, un servicio que ofrece atención gratuita a víctimas de violencia machista, con un equipo de profesionales extraordinarias liderado por las abogadas Paola Gutiérrez y Heidi Gil, un refugio de esperanza para cientos de mujeres que buscan cobijo, orientación y justicia; sorteando los calvarios que enfrentan al transitar por los pasillos de la FELCV, fiscalías o al tratar con abogados, muchos considerados mercenarios de la justicia, que en cada consulta, despojan a las víctimas de sus escasos recursos, convirtiendo sus casos en memoriales onerosos que quedan archivados en los anales de la injusticia.
Para algunos puede ser solo término, pero para muchas “sororidad” representa auxilio, sobrevivencia, resiliencia, cobrar fuerzas, esperanza, apoyo incondicional; ¡y para algunas significa salvar la vida!
Patricia Flores es comunicadora y feminista queer.