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Mirada pública | 12/10/2024

El sino del golpe, ahora en Colombia

Javier Viscarra
Javier Viscarra

En América Latina, la amenaza del golpe de Estado ha mutado en una herramienta política recurrente, ya sea para conjurar una interrupción real de un mandato democrático o para desviar la atención de las sombras que se ciernen sobre ciertos gobiernos. Desde la crisis política en Bolivia tras el fraude en las elecciones de 2019, hasta los episodios recientes en Ecuador y Perú, el recurso de movilizar a las masas en defensa de la democracia parece un comodín que algunos líderes no dudan en jugar.


Colombia, país que pareciera destinado a repetir las tramas de un realismo mágico a lo García Márquez, vive ahora su propia versión de este drama. El papel de protagonista, sin embargo, no lo ostenta un Aureliano Buendía, sino Gustavo Petro, ex guerrillero y actual presidente. Sin mayor titubeo, Petro ha salido al ruedo a pedir a su pueblo que se movilice contra un supuesto intento de golpe, uno que no se inscribe en las típicas crónicas de asonadas militares, sino en las oficinas burocráticas, con trajes y corbatas como armas.


El Consejo Nacional Electoral de Colombia (CNE), controlado por la oposición, ha iniciado esta semana una investigación sobre presuntas irregularidades en la financiación de la campaña del partido oficialista, Colombia Humana, que habría sobrepasado los límites legales en un millón 270 mil dólares. El escándalo, amplificado otra vez por rumores que vinculan esos fondos a carteles del narcotráfico y no a recursos sindicales, tuvo como origen hace un año una acusación nada trivial: la de su propio hijo, Nicolás Petro.


La confesión de Nicolás, diputado hasta poco antes de la denuncia por el partido de su padre, estremeció a Colombia en 2023. Al cumplirse el primer año de la presidencia de Petro, el hijo rebelde sacudió el escenario político con denuncias sobre aportes dudosos, abriendo así una grieta que todavía amenaza con engullir a la administración actual. En esta región, donde las evidencias de corrupción son a menudo tan claras como la luz del día, la justicia parece moverse bajo una niebla que eterniza la impunidad.


En Bolivia, mientras tanto, la trama del intento de golpe se ha convertido en el recuerdo deuna caricatura grotesca. Aún resuenan los ecos del bochornoso episodio del 26 de junio, cuando el general José Zúñiga y su fallido motín militar se vieron frustrados por carros blindados sin gasolina y averías mecánicas que intentaron resolver a patadas. Para colmo, la defensa del jefe militar, hoy detenido, ha sugerido que se realicen análisis capilares, insinuando que el uniformado podría haber actuado bajo los efectos de alguna sustancia, ajeno a su propio juicio en aquel día surrealista.


Colombia, por su parte, no tiene tiempo para tragicomedias. La investigación del CNE avanza, y aunque algunos juristas aseguran que este no es el camino legal adecuado para procesar al presidente, las intenciones de ciertos sectores antiprogresistas no conocen límites. 


En el trasfondo, Colombia sigue atrapada en una espiral de violencia heredada de los años 80, que ni siquiera los diálogos de paz con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) han logrado detener del todo. Aunque el cese al fuego fue prorrogado por un año, expiró en agosto pasado sin resultados tangibles. Las negociaciones, además, están empañadas por la existencia de un “Frente Comuneros del Sur”, una facción disidente del ELN que opera en la frontera con Ecuador y que ha torpedeado los intentos de paz.


Así, mientras Petro busca equilibrar su agenda de paz con las sombras que se ciernen sobre su financiación electoral, su gobierno se encuentra bajo el filo de una espada de Damocles. En Colombia, la paz es tan esquiva como la transparencia, y el eco de los rumores de golpe resuena como un reloj en cuenta regresiva.



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