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Mirada pública | 06/12/2025

Bolivia ante el derrumbe del mito de la hoja de coca

Javier Viscarra
Javier Viscarra
Bolivia asiste a un momento incómodo, casi inevitable, en el que el viejo mito de la hoja de coca empieza a resquebrajarse. Hace unas décadas se alimentó la idea de que bastaba con repetir que “coca no es cocaína” para obtener indulgencias internacionales y permisividad doméstica. Sin embargo, la realidad se ha vuelto más ruidosa que cualquier eslogan. 
Los organismos multilaterales mantienen a la hoja de coca en la lista No. 1 de estupefacientes y la reciente decisión de la Organización Mundial de la Salud confirma que no habrá un giro que permita tratarla como una planta con propiedades curativas y alimenticias. Esta constatación llega en el peor momento posible, justo cuando Bolivia necesita construir con urgencia una estrategia integral contra el crimen organizado transnacional.
La historia reciente muestra que el país ha tenido momentos de disciplina y otros excesivamente laxos. En los años noventa se logró reducir de manera significativa los cultivos ilegales, aunque el Desarrollo Alternativo jamás alcanzó la escala ni la sostenibilidad necesarias. 
A pesar de ello, se mantuvo cierta claridad sobre la diferencia entre la protección de los usos tradicionales y la obligación de contener el avance del narcotráfico. 
Con el paso del tiempo, esa línea se fue borrando hasta convertirse en un terreno confuso. El discurso oficial se aferró a la épica cultural, mientras en paralelo se avasallaban áreas protegidas y crecían los cultivos excedentarios; la producción de pasta base y la presencia de organizaciones criminales fue haciéndose cada vez más visible.
La hoja de coca tiene una raíz profunda en la identidad boliviana y andina. Su masticado, sea en las alturas del occidente o en la práctica conocida como boleo en el oriente, forma parte del tejido social de muchas comunidades. Bolivia defendió esa tradición frente a un régimen internacional rígido que durante años prohibió el acullicu. 
En 2011, temerariamente, el país llegó a denunciar la Convención de la ONU sobre estupefacientes de 1961, para un año después volver a adherirse con una reserva a la prohibición del masticado. Fue una maniobra inédita que buscó compatibilizar la norma internacional con la tradición local. Aquella jugada fue presentada como un triunfo cultural, aunque su alcance legal era más limitado de lo que se quiso admitir.
En paralelo se impulsó la idea de que la hoja de coca debía salir de la clasificación más severa en Viena. Ese objetivo se convirtió en política exterior, en bandera ideológica y en excusa para sostener cultivos que, en teoría, responderían a una demanda interna siempre creciente y hasta se instaló la idea de que podía abrirse un gran mercado internacional para productos derivados de la hoja de coca.
Sin embargo, la evidencia científica presentada en la evaluación reciente fue insuficiente. La OMS ratificó que la planta, por su facilidad de procesamiento y la magnitud del mercado ilícito, sigue representando un riesgo que no puede ignorarse. El intento diplomático del MAS fracasó y dejó en evidencia que la narrativa cultural no puede reemplazar el análisis técnico.
La realidad en el terreno es aún más preocupante. El incremento de la producción de coca excede ampliamente lo que podría destinarse al consumo tradicional. Los cultivos del Chapare, además, no son aptos para ese uso por su alcaloide fuerte y su hoja gruesa. Su expansión, que supera los márgenes que la ley ha determinado a conveniencia del gobierno anterior, solo apunta a una dirección. La fabricación de pasta base y cocaína pura se ha diversificado y los informes policiales registran la presencia de operadores extranjeros, en particular miembros del PCC brasileño, entre otras organizaciones, incluso de la depurada mafia extracontinental. Este avance ocurre mientras el país ha sido nuevamente descertificado por Estados Unidos y ha ingresado en las listas europeas de naciones de alto riesgo en materia de lavado y financiamiento ilícito. 
El panorama obliga a sincerar el debate. El derrumbe del mito no implica renunciar a la defensa legítima de la tradición cultural, pero exige separar con rigor la identidad de la conveniencia política y el oscuro interés del narcotráfico. Bolivia necesita un nuevo enfoque que combine control efectivo, cooperación internacional y políticas de desarrollo realistas. El país no puede afrontar el crimen organizado con discursos simbólicos ni con indulgencias que ya nadie concede. 
La hoja de coca seguirá siendo parte de la historia boliviana. Lo que no puede seguir siendo es el refugio retórico que impide ver la magnitud del desafío que debe encarar el Estado frente a redes criminales que hace tiempo dejaron de ser locales.
Javier Viscarra es abogado, periodista y diplomático.


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