Bolivia atraviesa uno de esos momentos incómodos en los que la realidad termina imponiéndose a la consigna. Durante años se sostuvo -con insistencia casi litúrgica- que bastaba repetir “coca no es cocaína” o que la hoja de coca es “sagrada” para justificar una política permisiva, indulgente y crecientemente desconectada de los hechos. Hoy, ese relato se desmorona bajo el peso de cifras que ya no admiten relativizaciones ni atajos retóricos.
Los cultivos de hoja de coca han alcanzado niveles alarmantes. Según el último informe de la Undoc, correspondiente a 2024, Bolivia registra aproximadamente 34.000 hectáreas cultivadas, un incremento del 10% respecto al año anterior. Pero ese dato ya nace viejo. Con el ritmo de expansión observado, 2025 podría cerrar cómodamente en las 40.000 hectáreas, incluso aceptando ,-con generosidad- la veracidad de fuentes estatales que durante años operaron bajo un enfoque complaciente.
Más grave aún; los parámetros técnicos para estimar el rendimiento de la hoja de coca y su conversión en cocaína están obsoletos. La propia Unodc reconoce que los últimos estudios robustos datan de 2009. Es decir,Bolivia combate hoy el narcotráfico con instrumentos técnicos diseñados hace más de 15 años; mientras las organizaciones criminales han perfeccionado sus métodos, reducido costos y multiplicado su capacidad de transformación.
El propio Viceministerio de Defensa Social ha admitido que la relación hoja–cocaína cambió radicalmente.Antes se requerían alrededor de 345 kilos de hoja para producir un kilo de cocaína; hoy bastan unos 200 kilos. El resultado es evidente; con la misma superficie cultivada, se produce mucha más droga. Y con más superficie, el desborde es inevitable.
El crecimiento de los cultivos en el Trópico de Cochabamba, particularmente en el Chapare, resulta especialmente revelador. No se trata de una región históricamente destinada al consumo tradicional. Lo han reconocido los propios cocaleros. Su hoja es más gruesa, más alcalina y poco apta para el acullicu o el boleo. Su destino es otro, y nadie lo ignora.
La expansión en esta zona no responde a usos culturales, sino a una lógica industrial ilícita.
A esto se suma un dato inquietante, que los cultivos han penetrado al menos seis áreas protegidas, entre ellas el Tipnis, Cotapata, Carrasco, Amboró, Apolobamba y Madidi.
No fue un accidente ni una fatalidad geográfica. Fue el resultado directo de una política deliberadamente permisiva, sostenida durante años bajo la coartada de la soberanía cultural.
Mientras tanto, el consumo interno también muta. El acullicu tradicional del occidente ha dado paso a un boleo urbano y masivo en el oriente, particularmente en Santa Cruz, hoy el mayor consumidor de hoja de coca legalmente comercializada.
Este fenómeno, poco estudiado y escasamente debatido, abre interrogantes sanitarios serios que el Estado ha preferido ignorar.
Frente a este panorama, la reacción institucional ha sido fragmentada, tardía y, sobre todo, internacionalmente miope. Y aquí aparece el punto más sensible -y menos discutido- del problema; la progresiva desarticulación del rol de Cancillería en la lucha antidrogas.
En los primeros años del siglo, Bolivia comprendía que el narcotráfico no es solo un problema interno, sino un fenómeno transnacional que compromete relaciones bilaterales, cooperación internacional, credibilidad externa y responsabilidades multilaterales. No por casualidad, en la Estrategia Antidrogas 2004–2008, Cancillería ejercía la secretaría de coordinación del Conaltid y lideraba la interlocución con Naciones Unidas, la OEA y los principales cooperantes.
Fue en ese marco que, en 2005, una misión diplomática boliviana en Viena logró algo inusual; convencer a Naciones Unidas de realizar un estudio específico sobre la cantidad de hoja de coca necesaria para el consumo tradicional, un enfoque que no formaba parte de los esquemas clásicos de la JIFE, acostumbrada a medir consumo de cocaína, no prácticas culturales. Aquello fue diplomacia activa, técnica y creativa.
Ese rol se perdió. No por desgaste institucional, sino por decisión política. Con la llegada del MAS al poder, Cancillería fue progresivamente desplazada de los espacios estratégicos de coordinación antidrogas. Se la consideró incómoda para una narrativa soberanista e ideologizada que prefería el control político interno antes que la coherencia internacional.
El narcotráfico dejó de ser tratado como un asunto de política exterior, pese a que objetivamente lo es. El resultado está a la vista con informes contradictorios, erradicaciones que la Unodc solo valida en un 23%, aumento del 115% en el secuestro de clorhidrato de cocaína, descertificaciones internacionales y una creciente asociación del país con redes de crimen organizado transnacional, incluido el narcoterrorismo, hoy uno de los ejes centrales de la agenda global de seguridad.
Bolivia no necesita más consignas ni gestos simbólicos. Necesita reordenar seriamente su arquitectura institucional. Y eso implica, inevitablemente, devolver a Cancillería un rol protagónico en al menos tres dimensiones clave: la coordinación internacional estratégica, la articulación con organismos multilaterales y cooperación externa y la coherencia entre el discurso externo y la acción interna.
Sin ese anclaje diplomático, cualquier política antidrogas seguirá siendo parcial, reactiva y vulnerable. La hoja de coca seguirá siendo parte de la historia boliviana. Lo que no puede seguir siendo es el escudo retórico que protege la expansión del narcotráfico ni el pretexto para haber desmontado, desde el poder, una diplomacia que alguna vez entendió que este combate no se libra solo dentro de las fronteras.
Javier Viscarra es diplomático, abogado y periodista.