Las imágenes que los canales de televisión difundían de la
movilización de los autodenominados Ponchos Rojos rodeando el Penal de
Chonchocoro para, dizque, impedir que fugue el gobernador de Santa Cruz y
exigir que sea condenado a 30 años de prisión, me estremecieron. Más aún cuando
algún de estos personajes, en 2019, lo apoyaron.
Me hicieron recordar aquellas marchas organizadas durante las dictaduras militares en las que trasladaban personas del área rural que repetían los eslogans que les pasaban los personeros del gobierno de turno, trato que desde el progresismo denunciábamos como menosprecio a las mayorías nacionales en cuanto foro se organizaba y que comenzó a cambiar -y creía que para siempre- desde la aparición de las organizaciones indígenas, particularmente el Movimiento Revolucionario Túpaj Katari (MRTK) con Genaro Flores y, posteriormente, Víctor Hugo Cárdenas que articularon un discurso convocador de recuperación de la dignidad, la autoestima y la decisión de participar en la vida nacional.
Entonces, la izquierda tradicional veía con desconfianza esta emergencia, precisamente por la trayectoria de la dirigencia campesina cooptada por los gobiernos de turno. Pero, finalmente tuvo, primero, que aceptar y, luego, respetar ese proceso que con la fundación de la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB) mostró que su presencia era irreversible. Luego, vendría la fundación de la Central Indígena del Oriente Boliviano (Cidob) en el oriente y su Marcha por la Dignidad consolidó su presencia en el mundo de la política, la cultura, la educación y el desarrollo.
Sus victorias fueron evidentes. Por ejemplo, su presión fue clave en el proceso de reforma de la Constitución Política del Estado de 1994, y en su participación cada vez más activa en la vida política del país, con propuestas renovadas que lograron cambiar la percepción que de ellos tenían, particularmente las clases medias urbanas que engrosaron sus filas, por primera vez en la historia del país desde un segundo plano.
El MAS fue ajeno a ese proceso. Influido por un discurso extraído de manuales marxistas, y de los gobiernos de Cuba y Venezuela, donde actualmente priman los intereses de roscas de clases medias que han sabido aprovecharse de la administración estatal. Pero, a partir del 2002, sus dirigentes se dieron cuenta de su valía por lo que incluyeron en sus planteamientos demandas campesinas e indígenas y comenzó a incorporar en su estructura orgánica a figuras de quienes en un principio consideraban “pequeños burgueses”. Además, los ateos se convirtieron en “pachamamistas” impostados.
Esa impostura ya se observó en la presión del MAS a sus asambleístas campesinos e indígenas en la Asamblea Constituyente: comenzaron a dividirlos y utilizarlos en un proceso de cooptación que incluía prebendas a los dirigentes para provocar divisiones internas y represión a los que resistían. Así, el MAS abría espacios para sus adherentes, generalmente en lugares subordinados del Estado, u organizaba acciones de violencia cuando había resistencia, como se observó en Pando, en 2008, y Chaparina, en 2020.
Hoy, el discurso del MAS sobre el tema es hueco. Una clase media mestiza se ha apoderado del poder y actúa como lo hizo la burocracia de las dictaduras militares, incluso emitiendo un discurso similar.
Sin embargo, los “raciólogos”, analistas políticos con domicilio en la sede de gobierno que han encontrado esta veta para sus elucubraciones, y se han autonombrado jueces para dictaminar quién y cuánto es racista, particularmente cuando ese quien no comulga con sus ideas, hacen la vista gorda de este uso inmoral de trabajadores campesinos e indígenas del país.
Lamentable omisión porque se trata de uno de los retrocesos más indignantes que ha provocado el MAS en la construcción de la democracia en el país desde 1982, por su ambición de prorrogarse sine die en el poder.
Juan Cristóbal Soruco es periodista.