A pocos días de iniciar un nuevo año, es de imaginar que la población boliviana quiere deshacerse de este golpeado 2024. ¿Por qué? El panorama internacional, marcado por conflictos como la guerra en Ucrania, el genocidio en Palestina y la inestabilidad en el Medio Oriente, ha creado un entorno de incertidumbre que repercute en Bolivia. La espectacularización mediática de estos eventos, junto con el auge de las culocracias televisivas y las industrias culturales de superficialidad global han desdibujado la realidad social del país.
A pesar de los avances en derechos humanos, la sociedad boliviana se encuentra atrapada entre el fracaso estrepitoso de las izquierdas del siglo XXI y la emergencia de corrientes derechistas “libertarias” que buscan desmantelar las estructuras corruptas de sus predecesores.
Este fenómeno ha abierto las compuertas para devaluar conquistas sociales, generando un horizonte sombrío caracterizado por una creciente polarización social. En Bolivia, la fantochería discursiva ha coexistido con el saqueo de recursos estatales, el crecimiento de burocracias corruptas y la expansión del narcotráfico. Estas dinámicas han erosionado el tejido socioeconómico, sociocultural y sociohistórico del país, matizadas por casi 20 años de prácticas autoritarias y una justicia inoperante que se compra y se vende.
La crisis política y económica que atraviesa Bolivia se ha intensificado en los últimos años, especialmente con la fractura interna en el Movimiento al Socialismo (MAS) y las alarmantes denuncias de pedofilia y trata y tráfico de menores, acentuando el deterioro de la política y la ideología por conocidas prácticas de cooptación, corrupción y el deleznable –ejercicio del derecho de pernada colonial e inhumano–, afectando gravemente la gestión gubernamental.
Las promesas transformadoras del MAS han quedado atrapadas en un laberinto sin salida, en el que el descontento popular crece ante una administración incapaz de abordar los problemas estructurales que enfrenta el país. La reciente orden de detención contra Evo Morales por su presunto vínculo con una menor ha intensificado las tensiones; el expresidente ordenó bloqueos de caminos que generaron pérdidas económicas estimadas en casi 4.000 millones de dólares, lo que equivale a aproximadamente el 9% del PIB del país.
La economía boliviana también enfrenta desafíos estructurales profundos. La escasez de dólares, la inflación acumulada y un déficit fiscal persistente han llevado a un estancamiento económico. Con reservas del Banco Central que han disminuido drásticamente desde 2014, el país se encuentra en una situación crítica que requiere atención urgente. La falta de acción efectiva por parte del gobierno ha dejado la sensación de frustración profunda.
Ingresamos a 2025 enfrentando una crisis económica profunda, evidenciada por su alto riesgo país, que ocupa el segundo peor lugar de América Latina, con indicadores alarmantes: escasez de dólares, inflación acumulada y un déficit fiscal persistente son solo algunas de las señales que reflejan un modelo económico en declive. La falta de soluciones efectivas ha generado un clima de desesperanza entre la ciudadanía, que cotidianamente siente cómo sus condiciones de vida se deterioran día a día.
Esto se traduce en una acentuación de la precariedad para muchas familias que luchan por sobrevivir en un entorno hostil, donde la falta de recursos y oportunidades perpetúa un ciclo vicioso de desigualdad.
Los estudios indican que el país continúa en una trayectoria descendente, con desequilibrios fiscales y monetarios que amenazan su estabilidad macroeconómica. Este panorama se agrava por la incapacidad del gobierno para abordar estas crisis de manera efectiva, lo que ha llevado a un aumento en la desconfianza de la población hacia sus líderes.
La crisis ambiental en Bolivia se ha convertido en gritos de auxilio con la pérdida de casi 12 millones de hectáreas debido a la expansión de fronteras agropecuarias y cocaleras, que no solo amenazan la biodiversidad del país, sino que también afectan gravemente a las comunidades indígenas que dependen de estos ecosistemas para su subsistencia, gracias a políticas implementadas que han sido objeto de críticas por la desconexión con las realidades locales, dejando a dejado a muchas comunidades indígenas en una situación vulnerable e incluso etnocidio silencioso.
Además, el Estado ha recurrido al uso de “ejércitos de guerreros digitales” para desdibujar el pensamiento crítico y silenciar voces alternativas, especialmente aquellas provenientes de movimientos indígenas cuyas tierras han sido devastadas.
Por último, el país vive con la quimera de poseer reservas estratégicas de litio, estimadas entre el 25% y el 45% del total mundial, concentradas principalmente en el Salar de Uyuni; sin embargo, estos recursos han sido “negociados” opacamente con Rusia –un actor clave en el escenario global actual– lo cual plantea serias interrogantes sobre la transparencia y sostenibilidad de tales acuerdos.
En este contexto global incierto y en medio de la crisis sociopolítica interna, Bolivia ha perdido la brújula para navegar cuidadosamente entre sus recursos naturales y las dinámicas geopolíticas que podrían definir su futuro. Es posible que esta riqueza se convierta en una maldición más que en una bendición, si no se gestionan adecuadamente los intereses nacionales y los derechos de las poblaciones indígenas.
En la antesala de este nuevo año cada voz cuenta y cada acción tiene el potencial de transformar la realidad fangosa que se nos ha legado. La esperanza reside en la capacidad de sumar para reivindicar el derecho a un futuro digno, donde los derechos ciudadanos sean respetados y sus voces escuchadas.
La lucha por la justicia social, ambiental y política debe continuar, guiada por la convicción de que un futuro mejor es posible.
Para los festejos de fin de año vamos a necesitar más que uvas, maletas, velas blancas u otros rituales esperanzadores porque el país no da más.
Patricia Flores Palacios es magister en ciencias sociales y feminista queer.