Helen Keller tenía apenas 19 meses cuando quedó ciega y sorda. La oscuridad y el silencio se apoderaron de su mundo, reduciéndolo a un espacio de frustración y encierro. No podía expresar sus deseos ni entender lo que los demás intentaban decirle. Fue entonces cuando llegó su maestra, Anne Sullivan, quien le dio la llave de la comunicación.
Una mañana de 1887, mientras el agua fría corría sobre su mano, Anne le fue deletreando en la palma w-a-t-e-r. De pronto, Helen comprendió: esas letras trazadas sobre su piel significaban el agua que sentía. Ese instante abrió un universo. En cuestión de horas aprendió decenas de palabras, y con ellas, la posibilidad de pensar, dialogar y existir en comunidad.
Esa escena me conmueve porque desnuda lo esencial: la comunicación no es un adorno, es un puente crucial hacia el otro, es un lazo de oro. Sin ella estamos atrapados en un oscuro habitáculo, que con facilidad puede transmutarse en un infierno, y allí nada bueno se puede construir.
Cuesta mucho trabajo comprender que mientras Helen luchaba contra la oscuridad y el silencio para encontrar su voz, nosotros, que podemos hablar, escuchar y mirar, damos pésimo uso a ese regalo, sea para desinformar, para manipular o para destruir. La palabra puede sanar, pero para esto se necesitan dos partes: quien hable y quien escuche, y, además, buena voluntad.
Hoy, paradójicamente, en plena era de la Inteligencia Artificial, abundan más ignorantes que nunca. Ignorantes de traje, ignorantes que leen y escriben, pero que deforman la palabra a sus anchas, hasta despojarle su significado, y eso asusta. Por otra parte, se la usa para esparcir odio gracias a las redes, que cada jornada tienen más adeptos, que luego serán sus esclavos.
Estamos sometidos a la comunicación degradada. Hemos normalizado abreviar los nombres con los que hemos sido bautizados. Hablamos tan rápido como sea posible, porque así de rápido vivimos; damos las cosas por entendido, sin preguntar. Estamos en tiempos en los que la incomunicación ostenta su bandera y el desalmado la saluda, orgulloso. Nos atragantamos con desinformación que, en vez de ser corroborada, se la engulle con el nombre de noticia fake news.
La política global refleja ese mismo mal. Vladimir Putin, con su invasión a Ucrania, hoy convertida en una voraz guerra de más de tres años de duración, ha despreciado la oportunidad que le dieron en Alaska, su decisión es seguir matando. El ataque de Hamas le ha dado la palabra al gobierno precedido por Benjamin Netanjayu para reventar Gaza sin misericordia alguna, imponiendo razones que solo él entiende, demostrando por qué el hombre es cada día menos humano. Mientras Donald Trump fue declarado culpable de diversos delitos y, a pesar de ello, es el Presidente de Estados Unidos que sueña con el Premio Nobel de la Paz. Estos son un par de ejemplos de cómo el brutal abuso de poder, así como la ausencia de la buena comunicación, se transfiguran en manipulación y muerte, pulverizando el sentido del humano y dejando a la palabra sin sentido.
Bolivia, esa contradicción permanente entre lo sublime y lo profano, llega a la prueba final, tras dos décadas de padecer pobreza, golpes y abusos de una dictadura disfrazada de democracia. Logró acceder al examen por mérito propio. Las palabras que salen de la boca del que será el futuro Presidente serán las de un sabio o las de un necio; traerán ira o traerán calma. Por ello usted, querido lector, querida lectora, tiene la gran oportunidad de comunicar con su voto.
La paz no es una meta, es un proceso para dialogar, y dialoga quien sabe escuchar, quien no interrumpe, quien recibe críticas constructivas y quien reconoce sus errores, en vez de defenderse. Ese es el hombre que puede liderar a la patria herida. Necesitamos resolver conflictos, no enquistarlos. Las guerras se prolongan porque no hay voluntad de escuchar. Los pueblos se dividen porque sus líderes convierten la palabra en arma. La mala comunicación no solo levanta muros, tiende trincheras.
Ralph Waldo Emerson lo dijo con precisión: “Tus acciones hablan tan alto que no puedo oír lo que dices”. Bolivia necesita buenas acciones, un líder con corazón y empatía, un hombre de bien.
Bolivia se enfrenta este octubre a una decisión crucial. No basta con cambiar rostros ni repetir discursos, tenemos el más bonito chance de hacer las cosas distintas. Si en vez de ello decidimos regar el jardín del ombligo pensando en egos, en los intereses de un solo bando, los frutos serán muy amargos. Aprendamos a dialogar a comprender las necesidades del otro. Que su voto sirva para construir, que sea para volver a respirar.
Milan Gonzales es periodista y fotógrafo boliviano, reside en Alemania.