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Serpentina textual | 26/06/2025

El derecho al olvido como defensa ante el linchamiento digital

Elizabeth Salguero
Elizabeth Salguero

En el vertiginoso universo digital, donde una publicación puede alcanzar a miles de personas en segundos, el “linchamiento virtual” se ha convertido en una forma moderna de castigo público, sin juicios ni apelaciones, y con consecuencias devastadoras. Este fenómeno, que muchas veces nace de la difamación o la calumnia en redes sociales, ha transformado la esfera digital en una arena sin límites ni reglas claras, donde la reputación de una persona puede ser destruida en cuestión de horas. En este contexto, el derecho al olvido no es un capricho legal, sino una necesidad urgente para preservar la dignidad humana frente a la violencia virtual.

La ciberviolencia —especialmente cuando adopta la forma de linchamiento digital— no distingue género, aunque sus impactos pueden diferenciarse por patrones sociales y culturales. Las mujeres, por ejemplo, son frecuentemente blanco de campañas de odio con connotaciones sexuales, ataques misóginos y exposición de su vida privada. En no pocos casos, esta violencia ha derivado en cuadros graves de ansiedad, depresión, aislamiento social y, en situaciones extremas, suicidio. Los hombres también sufren ataques masivos, sobre todo cuando son asociados públicamente con delitos o comportamientos cuestionables. Sin embargo, en esta lógica punitiva digital no hay espacio para la presunción de inocencia ni para el matiz: basta una publicación viral para desatar una ola de odio, muchas veces imposible de revertir, incluso con pruebas o sentencias absolutorias en mano.

Un fenómeno agravante en estos linchamientos digitales es la actuación de colectivos fundamentalistas —tanto religiosos, ideológicos como activistas extremos— que imponen una moral única y ejercen presión social desmedida contra quienes consideran "transgresores". Bajo la bandera de la justicia social, el castigo ejemplar o la defensa de valores tradicionales, estos grupos suelen promover campañas coordinadas de acoso, doxeo (divulgación de datos personales), amenazas y cancelación social. Actúan como tribunales paralelos, donde los que no se busca la verdad, sino la eliminación del otro como sujeto social. Así, la red se transforma en un campo de batalla moral, donde las víctimas quedan atrapadas entre la exposición pública y la imposibilidad de defenderse.

Lo más alarmante es que, en esta lógica de castigo perpetuo, ni siquiera la justicia formal puede revertir los efectos del escarnio digital. Muchas personas que han sido condenadas por un delito, cumplen su sentencia y salen de prisión, se enfrentan a una segunda condena: la imposibilidad de reintegrarse a la sociedad por culpa de su “pasado digital”. Aunque hayan pagado su deuda legal, su nombre sigue vinculado a titulares sensacionalistas, videos virales o publicaciones que resurgen cada vez que buscan empleo, vivienda o intentan rehacer su vida. Este estigma digital, alentado por sectores que se autoproclaman guardianes de la moral pública, niega la posibilidad de redención y perpetúa la exclusión social.

El derecho al olvido, en este sentido, se convierte en un pilar esencial para la salud democrática de nuestras sociedades. No se trata de borrar la historia ni de proteger a culpables impunes, sino de equilibrar el derecho a la información con el derecho a la dignidad, la intimidad y la segunda oportunidad. La desproporción entre el daño causado por una publicación digital y la imposibilidad de defensa de la víctima exige herramientas legales eficaces. Y es aquí donde el derecho al olvido tiene una función reparadora, no solo en términos de imagen pública, sino también en el ámbito emocional y social.

La lentitud de los marcos legales para adaptarse al ritmo de internet ha dejado a muchas personas atrapadas en una narrativa que no controlan. Los algoritmos no olvidan, las búsquedas no prescriben y los prejuicios digitales se consolidan. Por eso urge avanzar hacia una legislación que reconozca el derecho a ser olvidado como parte de una justicia digital integral. Este derecho no debería depender de la posición social, del acceso a abogados o de la presión pública: debería ser una garantía universal frente al abuso informativo y la violencia simbólica.

La libertad de expresión no puede convertirse en una licencia para la difamación impune, ni los colectivos extremistas en verdugos sociales sin rostro ni responsabilidad. Y la memoria digital no debe ser una condena perpetua. Reivindicar el derecho al olvido es defender la posibilidad de reconstruirse, de sanar, de empezar de nuevo. En un mundo donde las heridas digitales sangran tanto como las físicas, olvidar no es borrar la historia; es permitir que la vida continúe.



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