La edición genética, impulsada por técnicas como CRISPR-Cas9, se ha convertido en una de las promesas más fascinantes de la ciencia contemporánea. La posibilidad de corregir mutaciones hereditarias, eliminar predisposiciones a enfermedades graves o, incluso, mejorar capacidades humanas abre un horizonte que hace apenas unas décadas parecía ciencia ficción.
Pero, junto a la esperanza, crece una inquietud legítima: ¿hasta dónde estamos dispuest@s a intervenir en aquello que nos hace human@s?
Las y los defensores de la edición genética insisten en sus bondades médicas: curar un cáncer hereditario, prevenir una enfermedad degenerativa, evitar el sufrimiento de miles de familias. Difícil oponerse a semejantes beneficios. El problema aparece cuando lo que se considera “curable” deja de ser una condición médica claramente nociva, para transformarse en un rasgo de la diversidad humana.
Aquí entran en juego realidades como el autismo, el TDAH, la dislexia, la bipolaridad o el trastorno límite de la personalidad (TLP). Todas ellas suelen ser catalogadas como “déficits” desde la mirada clínica, pero también forman parte de lo que hoy se entiende como neurodivergencia: formas distintas de procesar el mundo, con sus dificultades, sí, pero también con aportes únicos. La pregunta es incómoda pero inevitable: ¿qué ocurre si empezamos a pensar que estos rasgos deben eliminarse desde el código genético?
No sería la primera vez que la sociedad cae en la tentación de la eugenesia. La diferencia es que ahora se trataría de una eugenesia más sofisticada, menos visible, impulsada, no por la violencia estatal, sino por la promesa de la biotecnología y los deseos de “normalidad” de las y los consumidores.
¿Queremos un futuro en el que las personas bipolares o con TLP desaparezcan del mapa porque alguien decidió que su sufrimiento potencial no justificaba su existencia? ¿No estaríamos borrando, junto con la dificultad, la sensibilidad, la creatividad y las formas distintas de sentir y pensar que esas experiencias aportan?
La línea entre terapia y mejora es extremadamente fina. Corregir una mutación que provoca fibrosis quística resulta éticamente defendible. Pero intervenir para evitar que alguien nazca con predisposición a la bipolaridad o al TLP ya es otra cosa: implica decidir de antemano qué vidas son dignas de vivirse. No es ciencia, es ideología; y, además, una ideología peligrosa que puede convertir la diversidad humana en un catálogo reducido a lo “socialmente aceptable”.
La ciencia no ocurre en el vacío. Está atravesada por intereses económicos y desigualdades sociales. Es ingenuo pensar que, sin regulación, la edición genética no terminará en manos de quienes puedan pagar por hijas e hijos “mejorados”; mientras otros se ven obligados a aceptar su herencia biológica. El riesgo es que este avance, en lugar de democratizar la salud, se convierta en un nuevo mecanismo de exclusión.
Por eso urge un debate social amplio. No basta con que lo discutan bioeticistas y científico@s en laboratorios o congresos. La pregunta sobre qué significa ser humano, sobre qué entendemos por “normal” o “saludable”, debe incluir a las propias comunidades neurodivergentes, a las familias y a la sociedad en su conjunto.
La edición genética no es un monstruo ni una panacea. Es una herramienta poderosa cuyo uso definirá, en buena medida, el rumbo de nuestra especie. Podemos avanzar hacia un futuro en el que se curen enfermedades devastadoras, pero también hacia otro en el que la diversidad cognitiva y emocional –incluyendo la bipolaridad, el TLP o el autismo– sea vista como un error que debe ser eliminado. La diferencia entre un camino y otro dependerá de las decisiones que tomemos hoy.
Elizabeth Salguero es comunicadora social.