El 17 de agosto, Bolivia acude nuevamente a las urnas. Y aunque el escenario electoral parece seguir regido por debates tradicionales –partidos, candidatos, propuestas–, lo cierto es que buena parte de la batalla política ya se está librando en otro terreno: el de los datos. Más concretamente, en los algoritmos que procesan nuestros comportamientos digitales y modelan nuestras opiniones casi sin que lo notemos.
La incorporación del Big Data, de la Inteligencia Artificial y del microtargeting en campañas políticas no es novedad. Ya en 2016, el caso de Cambridge Analytica expuso cómo millones de perfiles de usuarios fueron utilizados para manipular votos en el referéndum del Brexit o en la elección de Donald Trump.
En Bolivia, aunque en menor escala, se han replicado estas tácticas con creciente sofisticación. No hace falta hurgar demasiado en redes sociales para detectar patrones: mensajes diseñados según zonas geográficas, edades, emociones y temores específicos. Todo esto es posible gracias a la recolección masiva de datos digitales.
En teoría, estas herramientas podrían mejorar la comunicación entre candidat@s y ciudadanía. Pero en la práctica, lo que generan es una democracia asimétrica, donde quienes controlan la tecnología tienen ventaja sobre quienes solo la consumen. Si en el pasado el poder se concentraba en quien manejaba los medios, hoy se concentra en quien maneja los datos.
Bolivia no cuenta con una legislación clara que regule el uso de la Inteligencia Artificial o algoritmos en campañas electorales. Tampoco existen instancias independientes que auditen el contenido político en redes sociales, detecten bots o identifiquen fácilmente campañas de desinformación segmentada.
Y aunque el Tribunal Supremo Electoral ha mejorado aspectos técnicos tras las cuestionadas elecciones de 2019, persisten vacíos que podrían poner en entredicho la transparencia del proceso.
La paradoja es inquietante: las mismas herramientas que podrían ampliar la participación ciudadana están siendo utilizadas para moldear el comportamiento electoral. La política se convierte en un ejercicio de ingeniería emocional, donde los algoritmos seleccionan qué mensajes verás, qué emociones debes sentir y a qué candidato deberías temer.
Frente a este escenario, es urgente que Bolivia impulse una regulación que proteja al electorado. Se necesita un marco legal que obligue a los partidos a transparentar el uso de datos en sus campañas. Se necesita también educación digital ciudadana, para que la o el votante no solo aprenda a reconocer noticias falsas, sino también a identificar cuándo está siendo manipulad@.
Además, algunas organizaciones ya han propuesto soluciones innovadoras: sistemas de auditoría algorítmica que detectan irregularidades en actas en tiempo real, y observatorios digitales que monitorean campañas políticas en redes sociales. Iniciativas como estas deben ser reforzadas, institucionalizadas y, sobre todo, acompañadas por una sociedad civil activa y crítica.
A pocos días de las elecciones no basta con contar votos. Hay que contar también quién controla la información, cómo se distribuye y qué papel juegan los datos en la formación del voto. La democracia no puede quedar secuestrada por los algoritmos. No se trata de rechazar la tecnología, sino de someterla a reglas claras que garanticen que el proceso electoral sea, ante todo, libre, justo y transparente.
Porque si el voto sigue siendo libre, pero la voluntad que lo antecede está programada por intereses opacos, ¿seguimos hablando realmente de democracia?
Elizabeth Salguero es comunicadora social.